martes, 5 de diciembre de 2006

Arturo Ripstein

“La realidad es una hija de puta, entonces uno dice: yo voy a filmarle en contra”

Es uno de los grandes directores del siglo, y aunque pertenece a la generación que trató de convertir el cine en un fusil, él se siente un “encantador de serpientes”. Mientras esperamos El carnaval de Sodoma (todavía inédita), Arturo Ripstein nos explicó qué puede hacer el cine con la realidad.

En un reportaje dijiste que filmás porque las cosas te dan miedo y como una revancha contra la realidad…
Me da miedo lo que a todo el mundo: te enfrentas con algo que está fuera de tu control o de tu comprensión, que es mayor que tú y amenazador, y te da miedo. Es muy elemental. Entonces una serie de personajes o situaciones que manejo en las películas vienen del miedo de encontrarlas en la realidad: qué miedo alguien que insulta a otro, o que es violento. Muchas cosas que filmo son sencillamente aterradoras, como una pesadilla, entonces los filmo en esos términos. Es un estímulo el miedo… y no creas que filmar me lo saca: me lo afirma, pero al menos ya sé que es real. No se trata de un exorcismo ni de un análisis lacaniano, simplemente me gusta contar esas historias porque lo que da miedo es el portal de lo desconocido, y lo desconocido siempre es fascinante. Y por otro lado la realidad es atroz… es confusa, no es tangible, es muy extraña. Es terrible por estas razones y por las circunstancias que la determinan: las personas y las situaciones y lo que está pasando, y uno que opina pero como es más poderoso que tú tienes que estar de acuerdo… uno se está traicionando todo el tiempo, o poniendo una cara que no necesariamente es la tuya, sino con la que quieres que te vean, que te acepten, que te quieran… La realidad es una hija de puta, entonces uno dice: yo voy a filmarle en contra. Y voy a tener una realidad mía como un globito que sea como yo quiero. La realidad siempre te está degradando; pues vamos a filmar para que eso no ocurra.

Pero tus películas no presentan un mundo más fácil o placentero de vivir, sino todo lo contrario.
No, claro, pero lo hice yo, y lo determiné yo. Durante esa hora y cincuenta, yo era Dios. Soy yo el que decía cómo era, y eso es infinitamente más satisfactorio porque conozco el principio y conozco el final. Eso es lo que lo separa de la realidad, donde no hay final y difícilmente hay principio.

Siendo un cineasta latinoamericano que vivió los convulsionados años ’60 y ‘70, ¿qué tipo de relaciones imaginaste entre tu cine y la realidad? ¿pensaste que podía reflejarla, transformarla…?
No, ni una ni otra. Las dos tendrían una utilidad, y lo mío no tiene ninguna: es nada más un objeto que se le añade, es una cosa más puesta en la realidad. Mi trabajo no ha pretendido nunca ser ni antropológica, ni sociológica, ni políticamente válido, sino nada más mirar una serie de cosas que a mí me gustaban o me inquietaban o me parecían importantes. Cuando mis amigos y compañeros de generación me decían que había que utilizar la cámara como fusil, yo me preguntaba: ¿y cuál de ustedes lo ha hecho? ¡Si no disparan más que salvas! No había ni siquiera acercamiento entre mis amigos los cineastas comprometidos y el pueblo. Yo conversaba alguna vez con Glauber Rocha, que era mi amigo aunque no estábamos de acuerdo en nada —lo cual es una buena forma de ser amigo—, y él me decía que Dios y el diablo en la tierra del sol era una película dirigida al pueblo: ¡el pueblo no la vio nunca! En Brasil, cuando Rocha hizo esa película, el pueblo iba a ver lo que se llamaban “chanchadas”: un poquito de tetas y un poquito de nalgas y coches de lujo y departamentos a los que no se podía acceder. Cuando Solanas hizo La hora de los hornos y se metía a las fábricas a obligar a los obreros a verla, yo no sé cuántos se dormirían. Que haya incidido en algo por medio del convencimiento político, no estoy seguro en absoluto de que haya ocurrido. No hay una sola película que haya curado un catarro, ¿por qué pensar que puede transformar el mundo? Es muy difícil. Los Beatles cambiaron el mundo y sin embargo nunca dijeron que había que hacerlo. Se paraban y decían: “She loves you yeah yeah yeah” y todo el mundo se volvía loco.

También dijiste que antes sentías que tenías que desmitificar, pero que ahora preferías ser un encantador de serpientes.
Es que era una de esas caras hipócritas que uno ponía para estar a tono con los tiempos. Vivimos en un mundo donde se nos ha impedido ver la cruda realidad: había que quietarle el aura de encanto a las cosas para que se encontrara los socialmente útil. Lo decía todo el mundo, y la presión de tus pares existe. Había que desnudar a las cosas y tener una noción brechtiana. Y de pronto te das cuenta de que la verdadera opción de la felicidad en el cine es que te encanten. Y que Brecht, a fin de cuentas, lo que hacía era encantar. Brecht, el desnudador de los mitos, era el más mítico de los autores, y así tantos otros. Ahora lo que quiero es exactamente lo contrario: que brinques del plano de que es una película y te metas en un mundito. Cuando yo era pequeñito e iba al cine con mi papá y mi mamá, y había que uno se subía en una alfombra y gritaba “Ara chiva” y la chingadera volaba, no había nada mejor. Lo que he intentado en cada una de mis últimas películas es que te puedas subir a la alfombra y gritar “Ara chiva” y que te lleve por los techos de Bagdad… pero no la de ahora, sino la del cuento.


Haciendo Cine Diciembre 2006

domingo, 5 de noviembre de 2006

Pablo Trapero

Primero hay que saber sufrir

¿Por qué decidió hacer una película tan dramática? ¿El director tiene alguna responsabilidad sobre el sufrimiento del público? ¿Por qué le interesa tanto la ambigüedad? ¿Qué clase de espectador requieren sus películas? ¿Y cómo lograr que “contengan mucho público sin convertir el relato en una cosa medio lavada”? A cuento del estreno de su cuarta película, Nacido y criado, que demuestra una conciencia cada vez mayor de sus propios recursos, Pablo Trapero se animó a definir su cine.

“El origen de todo esto tiene que ver con el nacimiento de mi hijo y todas las fantasías y temores y angustias que me provocó. Casi todas las cosas en las que me interesa involucrarme como director tienen que ver con alguna fantasía o fantasma o curiosidad. Algo en lo que voy a invertir por lo menos dos años, necesito sentirlo cerca, más allá del experimento formal que significa hacer una película”.
Hay que ser cuidadoso al contar la trama de Nacido y criado, para que los lectores no griten con toda razón: ¡spoiler! (algo así como: ¡aguafiestas!). Y para que Trapero no llame protestando, porque considera que saber poco —de la historia, de los actores— ayuda a involucrarse. Por las dudas, mejor citar la gacetilla de prensa: “Santiago vive cómodamente gracias al éxito del atelier que ha construido con Milli, su mujer. Junto a su pequeña hija Josefina conforman una feliz familia. Un sorpresivo accidente en la ruta desata una tragedia familiar. En un paisaje helado del extremo sur argentino, Santiago reaparece trabajando en un aeropuerto perdido; no habla de su antigua vida pero sus fantasmas no lo abandonan. Los días son largos y angustiantes, el trabajo es poco pero cansador, el pasado es irremediable. Esta rutina se convierte en una pesadilla exasperante. A un paso de la locura debe luchar por retomar el control de su vida y cerrar su doloroso pasado”.
Lo que es claro, en todo caso, es que su nueva película reclama una inmersión completa: identificarse en la medida en que cada uno pueda, y aportar las fantasías y temores propios. Si el espectador se entrega, difícilmente no salga arrasado, pero tal vez también purificado por el ejercicio catártico de ver exteriorizado un temor tan básico.

EL SENTIDO DEL DRAMA
Había muchas maneras de contar esta historia, y vos elegiste intensificar el drama y la identificación del espectador. Es una decisión arriesgada, ¿no?
A mí me parece que el drama es el origen de cualquier narración… bah, a mí no… (se ríe) lo dice la historia del cine. El drama es el punto de partida. Después podés encontrar distintas maneras de acercarte a eso, pero necesitás un eje dramático muy fuerte, por lo menos en mi experiencia. Mundo grúa tenía otro desarrollo pero el nudo era muy dramático… y así con cada película.

Pero eran más distanciadas, ¿no?
La diferencia es que además de un tema dramático, acá hay un tipo que lo vive dramáticamente. El Rulo quizás se acercaba a su realidad de otra forma, también el Zapa. Incluso los personajes de Familia rodante que viven en ese caos casi ninguno es conciente de la situación. En este caso el personaje es conciente y atraviesa la situación dramáticamente, lo cual no quita, por lo que vi en las proyecciones, que por momentos el público también se divierta o sonría, o tome la película en sus partes de humor casi como una forma de escapar de la parte dramática. La película es solidaria con el punto de vista de Santiago.

Pero además del punto de vista, la música y el montaje parecerían solidarizarse también con su estado de ánimo…
Es que el espectador, junto con Santiago, tiene que reconstruir una historia que está ausente… Para mí era importante respetar eso: nosotros vamos aprendiendo junto con él qué es lo que pasó. Al acompañar en su proceso a Santiago, que realmente está descubriendo su propia historia, me parece que se necesitaba esa forma y ese clima. Casi todo se termina de armar en los últimos minutos…

¿Pero no hay algo riesgoso en reclamar una identificación tan fuerte del espectador? Porque si no lo lográs, la película queda en off side. ¿Te parece que es algo que se evitó en el Nuevo Cine?
Puede ser… me cuesta hablar en general, porque siento que cada película es un mundo en sí, y cada director tiene sus momentos. Si tengo que arriesgar una teoría, diría que hubo mucho cine pretendidamente dramático en los ’80, muchas veces no muy efectivo, y quizás provocó el efecto contrario… Pero no sé. En mi caso sentí la necesidad de contar algo con este nivel dramático.

¿Qué opinás de las discusiones respecto del cuidado del espectador, que produjo por ejemplo Bailarina en la oscuridad de Von Trier? ¿Pensás que un director tiene alguna responsabilidad de ese orden?
No. Yo pienso que el espectador es una persona con autodeterminación y puede elegir qué ver y qué no ver. Y una vez adentro del cine, yo me lo imagino curioso, inteligente, y que va a elegir lo que tiene ganas de pensar. No creo en el cine que manipula al espectador. En todo caso creo que existe un tipo de cine y un tipo de espectador que pueden unirse en eso, pero ni las películas que me gusta ver ni las que me gusta hacer toman jamás al espectador como alguien sin capacidad de elección. Al contrario: me parece que la película deja abierta un montón de posibilidades. Entiendo, de todas maneras, que cada director y cada película tiene un límite para eso: a mí como espectador hay otras cosas que no me gusta ver. Pero de eso se trata, ¿no? De la diversidad de las películas y la diversidad que cada película propone en sí misma, porque yo no me las planteo como un ejercicio que el espectador tenga que tomar y llevar, sino que propongan un punto de vista y una historia para que el espectador las complete, decidiendo con qué se quedan y que aportan para entenderla. Eso para mí es fundamental y fundacional en el cine que me gusta hacer. Las películas requieren un espectador con ánimo de participar; no siento que ofrezcan una única manera de ser vistas, o que lo pongan solamente en un lugar pasivo. Mi intención es que el público, y cuando digo público me refiero a todas las posibles personas que puedan ver una película, se acerque abierto a lo que la película le propone pero siendo a la vez un espectador activo. Eso lo podés ver en todas mis pelis.


PARTICULAR Y GENERALIZADO
¿En qué cosas, concretamente, te parece claro que tus películas reclaman un espectador activo?

Fundamentalmente en que casi nada está explicado, casi nada está dicho. Todo está latente en las escenas y se va desarrollando justamente por la construcción de la película. Pero hay muy pocos momentos donde se enuncie el tema de la película o el tema de la escena. Si bien hay ciertas músicas o ciertos climas que son bien compactos o densos, las escenas son muy ambiguas. La escena con Betty, por ejemplo, la podés ver como patética o hermosa… yo, habiéndola hecho y visto ya mil veces, paso por todos esos sentimientos hasta hoy: por momentos me parece poesía, otras veces súper angustiante y algunas casi un paso de comedia. Pienso que el espectador la va a recibir con todo eso junto. Incluso en el aeropuerto, cuando lo ves trabajar, no sabés si el tipo está orgulloso o padeciendo cada segundo. Esta ambigüedad constante es la que me parece que le da al espectador la posibilidad de terminar de construirla.

Pero tus películas no son nada crípticas, son hospitalarias: llevan al espectador a lo largo del relato.
Es que uno necesita identificarse en el cine. Es un principio básico: la emoción es la identificación, sea con lo opuesto o con lo cercano, por las fantasías o por los miedos o por el deseo. Esto no lo inventé yo. Y ese sentimiento de identificación hay que construirlo, no es mágico. Ni tampoco inmediato ni permanente. De una escena a otra uno tiene que trabajarlo, y generar esa posibilidad y darle al espectador ese espacio, porque si no se vuelve un ejercicio formal… que puede ser alucinante para los que nos gusta hacer películas. Podemos sentarnos y debatir la construcción y la puesta en escena: a mi también me gusta eso como espectador, y lo trabajo mucho en mis películas, pero me gusta cuando todo ese trabajo no se ve, cuando está atrás de la historia.

¿Siempre tuviste esta idea del cine?
Creo que sí. De hecho los directores que me movilizaron cuando era chico, y los que me hicieron pensar en hacerlo yo, eran los que lograban una gran construcción formal pero con un relato abierto y amplio. Doy un ejemplo que también es muy obvio: en Chaplin podés encontrar el discurso del vagabundo o un tipo cuya construcción narrativa estaba cincuenta años adelantada. En Tiempos modernos, por ejemplo, la forma en que está trabajado el sonido al espectador cualquiera no le importa, pero evidentemente marcó una forma de pensar el sonido como herramienta expresiva y no sólo informativa. Lo mismo pasa desde Fellini a Herzog, directores que para mí tienen la capacidad de construir con la imagen y a la vez darnos la posibilidad de emocionarnos con las cosas que, como personas comunes, nos emocionan. Que son siempre las mismas: el amor, la muerte, el miedo, el odio… todas esas cosas básicas. Después cada uno tiene su complejidad y su universo, pero a todos nos movilizan sentimientos muy parecidos. Ese es el equilibro más difícil de encontrar en una película: cómo emocionar con situaciones que puedan ser afines a mucha gente, sin convertir el relato en una cosa medio lavada porque tiene que ser para todos los públicos. El desafío de cada película es encontrar la forma de que la película sea solidaria en sí misma, que contenga todas estas ideas, sin que tenga que dejar contentos a todos los espectadores de todos lados, donde inevitablemente uno tiene que empezar a aplanar. Intento lograr que contenga a mucho público (se ríe con pudor), sin necesidad de construir este relato medio lavado para entrar en todos lados.

¿Cómo trabajás eso en la práctica? ¿Cómo hacés para que tu relato sea “abierto”?
Creo que película tras películas voy hacia un cine que se construya a través de la imagen. La imagen es universal, justamente. La puede ver un nene, un grande… podés prescindir de la información que se da a través de los diálogos. Y eso a mí como espectador es lo de lo que más me moviliza, a pesar de que veo mucho cine y muy variado. Pero donde más me emociono, es donde la imagen está construyendo el relato, donde es la imagen la que nos da la posibilidad de identificarnos.


EL CAMINO DE SANTIAGO
Parece haber algo de culpa o malestar en Santiago respecto de su nacimiento y crianza. Como si hasta entonces hubiera vivido aislado…

Santiago es el único personaje del que no tenés ninguna información más que su presente. Uno podría suponer que el mundo en el que Santiago se mueve es el mundo de Mili [su mujer], por cómo ella se mueve en la oficina… da la sensación de que Santiago se suma a ese mundo. Ese pasado medio anónimo es parte de lo que se empieza a construir ahí y se sigue desarrollando también en el sur. O el sur es como la Toma II de lo mismo: él tiene otra vez un presente y de su pasado no se sabe nada.

¿No da la impresión de que su origen es como la vida acomodada que lleva al principio?
No sé, no estoy tan seguro. Justamente me gusta la idea de que uno se pregunte el origen de Santiago. Incluso podría ser de otro país, o de otra provincia. No hay datos concretos. Hasta su acento tampoco es muy claro: no es claramente porteño. El modo de hablar de Mili y el de Santiago son distintos, y el de la mamá de ella más todavía. Toda esta información está ahí, y uno la puede tomar o simplemente seguir la línea narrativa que está en primer término.

Tus películas suelen dar esa impresión: siempre hay una trama más o menos fuerte, pero eso te sirve para ir contando alrededor otras cosas aparentemente accesorias.
Sí… creo que en mí caso, y en el de muchos directores que me gustan, la trama principal es casi una excusa o un envase o una forma de contención para otro montón de historias, que si empezás a tirar te llevan a puntos muy distintos o incluso opuestos al tema central de la película. Siempre me gustó eso. En una primera etapa podría dar la sensación de que son accesorias, pero siempre al final, cuando la película termina, todas esas escenas tienen que ver con el universo de Santiago. Esta aparente dispersión, o esta idea de concentrarse en cosas que parecerían tal vez no tan narrativas, pasado un tiempo de la película empiezan a tener mucho más valor que cuando se presentaron. Pero a la vez no hay una sola escena en la película donde el punto de vista de Santiago no esté presente… esas cosas que parecen secundarias son las herramientas que nos permiten ver otro momento de su vida.

¿De dónde sale el título?
Esta es una de las cosas que no se dice en la película: en el sur se habla de “nacido y criado” para referirse a las personas nacidas y criadas en la Patagonia. Pero, curiosamente, en la Patagonia un 5% de la gente es nacida y criada en la zona, porque los que nacen ahí se quieren ir, y la mayoría de los que se quedan son gente que va a buscar suerte o se escapan de algo. Santiago va y nace de nuevo: tiene una identidad nueva, empieza una vida de vuelta, se construye a su antojo. Las pocas conversaciones que tiene con Rober sobre su pasado son muy poco precisas. Entonces de algún modo él empieza de vuelta en ese lugar donde la mayor parte están alejados de su nacimiento y crianza. De hecho cuando debaten en qué lugar tener hijos, lo que está en juego es eso: ¿tu lugar es parte de tu identidad? ¿o es algo que construís independientemente del lugar?

Última: HC ha venido notando que tenés un talento particular para filmar escenas de sexo. ¿Para lograrlo hay que saber de cine o saber de sexo?
(piensa… responde con seriedad) Supongo que de las dos cosas.

Biofilmografía
Con Mundo grúa apareció de la nada: una película en blanco y negro, una narración deshilvanada, un protagonista desconocido que se volvía rápidamente encantador. Era 1999, y Trapero se ocupaba del desempleo y la “cultura del trabajo” al cierre de la década menemista. De El Bonaerense —que anunció muy pronto y estrenó en 2002— se esperaba una denuncia de las mafias policiales en momentos en que Duhalde hablaba de “la mejor policía del mundo”, y él hizo casi una comedia de enredos sobre el cruce entre las jerarquías de la institución y los vínculos del favoritismo y la prebenda. Hasta acá Trapero parecía un interpelador de la realidad social, pero que evitaba cuidadosamente espejar el sentido común pequeñoburgués. Familia rodante, de 2004, fue recibida con menos interés por público y crítica: ambiciosa en infraestructura y tal vez también en la construcción de relato, era difícil no sentir el tono y las relaciones familiares demasiado cercanos a un estereotipo Pol-ka (que casualmente coproducía la película). En el medio Trapero fundó Matanza Cine, produjo Géminis de Albertina Carri y algunas coproducciones latinoamericanas. También se ganó algunos enemigos y circula por ahí una que otra difamación. Pero ya se sabe: “Ni el mismo Júpiter gustó a todos”.


Haciendo Cine Noviembre 2006

Laurent Cantet

La realidad es más fuerte

Después de Recursos humanos y El empleo del tiempo, verdaderos microscopios sobre la actualidad del trabajo y la institución familiar, Laurent Cantet propone en Bienvenidas al paraíso otro capítulo de su obsesión de siempre: la constitución del deseo en una sociedad repleta de mandatos.

En los años ’80, Haití era todavía un centro turístico privilegiado en resorts cuidadosamente aislados del caos social y político, que estallaría luego borrándolos. Albores del turismo sexual, para el que todavía no hay nombre: Ellen (Charlotte Rampling) y Brenda (Karen Young), sajonas maduras y solas, establecen con Legba, un joven haitiano, una relación difícil de definir. Él les permite escapar de su temor a la vejez, recuperar el placer y el cuerpo; ellas lo salvan del hambre, de la opresión de Puerto Príncipe. En manos de Laurent Cantet, la intimidad de ese trío amoroso alcanza para abarcar millones de violencias de todo tamaño, y la complejidad de un mundo sin lugar cómodo para nadie.

Cada una de tus películas investiga un aspecto diferente de la realidad…
Sí, me interesa mirar el mundo como es y tratar de entender qué está pasando. Frente a una realidad tan compleja, yo me siento incapaz de dar ninguna clave… a lo sumo puedo proponer preguntas. Como espectador, me gustan las películas que no me agarran de la mano y me dicen lo que tengo que entender, sino justamente las que me ayudan a formular algunas preguntas sobre mi propia vida, la sociedad, la política… Esa es la única intención que tengo cuando hago una película.

¿Escribir y filmar es para vos una manera de investigar?
Sí, especialmente trabajando como he venido trabajando hasta ahora: con actores no profesionales, que están obligados a participar del film desde el comienzo. Trabajo con ellos, les pregunto qué piensan de cada escena o les pido que improvisen sobre el tema general de la escena, por ejemplo. Y después intento incorporar lo que ellos tienen para decir sobre su propia realidad, porque me parece que eso es siempre más interesante que lo que yo pudiera escribir solo en mi pieza con mi computadora.

¿Cómo surgió la idea? ¿Primero fuiste a Puerto Príncipe o leíste la novela en que se basa?
Mis padres trabajan en una ONG y han estado en Haití muchas veces. Durante la gira promocional de El empleo del tiempo, en 2002, pasé cerca, así que tomé un avión y fui a visitarlos, sin la menor idea de que haría una película. Fue un verdadero shock. Por primera vez me sentí un completo extranjero: probablemente era el único turista en el lugar. Todos los extranjeros de Puerto Príncipe pertenecen a embajadas u organizaciones. Ya no hay turismo ni hoteles, ni tampoco esas playas paradisíacas. Es muy extraño: hace veinte años era el destino preferido del jet set mundial.

¿Y pensaste en hacerla antes de leer las novelas?
Sí. Quería hacer una película sobre mi propio estatus de extranjero y turista en ese país. De casualidad compré el libro de Dany Laferrière y lo fui leyendo en el vuelo de vuelta a París. Me di cuenta de que esa historia estaba conectada con la mía, y que le daría otra dimensión a mi idea original.

Pero a la vez parece que hubieras evitado hacer la típica película de europeo horrorizado por la pobreza en el tercer mundo…
Hubiera sido facilísimo hacer eso. Es muy fácil denunciar lo que pasa en el mundo actualmente. Pero lo que siempre trato de mostrar cuando escribo un film es que la realidad es más compleja, y que es muy difícil separar lo bueno de lo malo. Y como siempre trato de hablar de una cuestión tan grande a partir de historias muy emotivas y personales, en la intervención de este punto de vista íntimo aparece la complejidad de las cosas. Soy incapaz de responder las preguntas que mis films proponen.

¿Nunca pensaste en hacer un documental? Sobre Haití, por ejemplo.
Creo que prefiero hacer ficción muy conectada con la realidad. La misma problemática llega a mucha más gente a través de una ficción. Yo trato de ser tan emocional como puedo… no le tengo miedo al lado melodramático de mis películas. Cuando terminé Recursos humanos hice muchos screenings: al encenderse la luz alguna gente estaba llorando y les tomaba un rato poder decir algo. Y cuando lo hacían, hablaban sobre todo de sus propias vidas, y las comparaban con lo que habían visto. Creo que eso no pasaría con un documental. Yo prefiero tener esta manera de trabajo documentalista antes de rodar, e incluso durante el rodaje, pero en ese contexto construir la historia.

Legba es el primero de tus personajes que enfrenta un mundo trágico de una manera trágica. Tanto Franck (Recursos humanos) como Vincent (El empleo del tiempo) terminaban haciendo concesiones…
Sí, enfrenta su destino. Pero me parece que es lo mismo con Vincent… Lo que siempre trato de mostrar es esto: ok, tu identidad está construida sobre el deseo de los otros, o lo que la sociedad te permite. Si no te reconocés en esa imagen que se construye para vos, te encontrás en una posición esquizofrénica. Así que tenés dos opciones: o jugás ese papel que te ofrecen y te olvidás de quién sos realmente, o te inventás un mundo a tu gusto por el lado de la utopía. Es lo que hacía Vincent y es lo que hace acá Ellen (Charlotte Rampling).

En Recursos humanos aparece, aunque sin mucha esperanza, una utopía colectiva: la lucha sindical. En las otras dos la utopía es individual, ¿no?
Cuando hice screenings para El empleo del tiempo, un montón de gente se me acercó a decirme: esa es mi propia historia. La historia colectiva es simplemente la suma de un montón de historias personales.

¿Pero qué opinás de las utopías colectivas? Francia siempre ha sido un país de mucho compromiso político…
¿Estás seguro de eso? Tal vez es la imagen que nos gusta dar… ya esa imagen es probablemente una utopía. Creo que cada vez tenemos mejores motivos para oponernos al gobierno y su manera de tratar a los inmigrantes o manejar la economía, y que cada vez en la gente hay más intención de luchar. Yo, por una característica mía, aunque tengo familia e hijos, me siento siempre a una cierta distancia del mundo… trato de comprometerme con cosas, ser parte de movimientos, pero no me resulta fácil: me cuesta creer… Tal vez sea un problema psicológico antes que otra cosa.

Pero esa distancia del mundo es tal vez privilegiada para observar, ¿no?
(responde sin entusiasmo) Sí… También es una posición débil: uno asume que no es muy eficiente para actuar en el mundo… Pero puedo vivir con eso. Y probablemente ayude para hacer películas.

Tus películas parecen intentar a toda costa negarle al espectador la posibilidad de juzgar.
Yo mismo trato de no juzgar a los personajes, porque cuando uno juzga congela al otro. Con respecto a los espectadores, es algo que me encantaría lograr, pero es muy difícil. Durante los screenings de Bienvenidas al paraíso, muchas mujeres evitaban toda identificación con las protagonistas. Negaban rotundamente que esas fueran relaciones que tuvieran que ver con el amor, lo que es una manera de condenarlas. Lo extraño es que si te sentás a hablar con ellas, te dan un montón de razones por las cuáles no les gusta el personaje; pero cuando les preguntás dónde aparecía eso en la película, no saben qué contestar… Me parece que el problema del cine es que la gente ve lo que tiene ganas de ver, lo que esperaba ver antes de entrar a la sala.

¿Eso es un problema?
Sí, es un problema, especialmente cuando uno no es muy asertivo en la manera de contar la historia, cuando uno toma el riesgo de que la cosa vaya en múltiples direcciones. Por ejemplo en El empleo del tiempo, alguna gente leía el guión y me decía “Ah, qué interesante, pero ¿por qué este final feliz?”. Porque al final Vincent vuelve a trabajar, pero el guión explicaba que él estaba destruido y descreído de todo. Cada vez que alguien me decía eso, yo agregaba una palabra: “destruido”, “amargado”. No había caso. Pensé que cuando lo vieran filmado no cabrían dudas, pero aún después de ver la cara sufriente de Vincent en esa última escena, todavía hubo gente que vino a decirme: “Ay, estábamos tan asustas por él, ¡pero ese final feliz es precioso!”. (risas)

Tus películas anteriores se ocupaban de problemas actuales y urgentes. ¿Encontraste algo fuertemente actual en esta última, a pesar de que la acción se sitúe en los años ’80?
La cuestión de la identidad: cómo existimos frente a los otros cuando somos parte de grupos aparentemente tan diferentes de nosotros… el lugar del extranjero en una sociedad, lo que significa ser un turista. Estas cosas son cada vez más importantes, porque cada vez viajamos más. Cuando estábamos rodando en República Dominicana, vivíamos en un resort: era impresionante ver a los turistas pasar los días sin salir nunca del lugar, salvo por una excursión ultra organizada donde ven lo que otros quieren que vean. Esa ceguera de los ricos respecto de los pobres me interesa mucho. Y es precisamente la posición de las protagonistas.

También en las otras había algo de extranjería: los personajes empezaban a sentirse ajenos a sus propias vidas.
Como dije, mis personajes se construyen utopías alrededor de sus vidas, como Vincent, que la escribía como un guión para que estuviera a la altura de su orgullo y del deseo de los demás. En Bienvenidas al paraíso esa utopía está materializada en el hotel, ese lugar donde para ellas la vida es fácil, donde arman a su gusto unos roles, donde ignoran lo que ocurre alrededor: donde están protegidas de la realidad, en resumen. Incluso cuando Ellen dice que en ese lugar nadie pertenece a nadie, creo que es una utopía amorosa en la que ella verdaderamente quisiera creer. Pero como en todas mis películas, la realidad es más fuerte que todos los sueños que podamos construir. Y entonces o seguimos haciendo el mismo papel como monigotes, o hacemos como Ellen, que al final entiende que la utopía terminó y que tiene que volver a su país a ser una mujer vieja.


Haciendo Cine Noviembre 2006

jueves, 5 de octubre de 2006

Chuck Palahniuk

Fantasmas
(Mondadori)

Hasta mediados de 2005, 67 personas habían vomitado durante las lecturas públicas que Chuck Palahniuk estuvo haciendo a lo largo y ancho de Estados Unidos, particularmente cuando el autor leía el relato “Tripas”, ahora incluido en Fantasmas. Desconozco la cifra actual, pero la circulación del dato no es azarosa: la prosa de Palahniuk invierte todos sus recursos en producir algo en el lector, como esas “historias que se pueden usar para hacer que la gente se ría o llore o vomite o tenga miedo”, de las que habla hacia el final.
Fantasmas es una novela estructurada como un tríptico que se repite. Cuatro cinco páginas para la trama de la colonia de escritores, donde los personajes se recluyen para abocarse a la obra maestra que los hará ricos y famosos, progresivamente sumergida en la escasez y la violencia; enseguida dos páginas para un poema sobre alguno de los personajes, apodados “San Destripado” o “Chef Asesino”; finalmente entre diez y quince para un relato del personaje recién retratado; luego otra vez la colonia de escritores, y así.
Entre las muchas cosas que proliferan a lo largo del libro —de una insistencia casi militante—, sobresalen los desafíos de intensidad: masturbarse de la forma más salvaje, llevar la moda hasta su absurdo, el placer hasta lo patológico, la ambición hasta el crimen. Curiosamente, casi todos los protagonistas acaban muertos, como si se tratara de la versión perversa de los récords Guiness, reverso autodestructivo del ideal de superación tan acorde al alma norteamericana (por el lado de la autoayuda o el “hágalo usted mismo”). Fantasmas podría ser una novela sobre el aburrimiento de los ricos cuando la mercancía ha abolido toda experiencia, como lo era también El club de la pelea (que dio fama a Palahniuk cuando se adaptó al cine); en cualquier caso, una novela gritona, que huele a espíritu adolescente. Y cuya misantropía púber —“Nuestro placer más puro viene del dolor de la gente que envidiamos” o “Cada uno es su propia víctima”— se diluye en la exhibición constante de saberes de pertenencia.

442 páginas


Inrockuptibles Octubre 2006

Pablo Trapero

La cuna y la tumba

Antes que nada, Nacido y criado es un dramón truculento, cuya anécdota daría pavor aún comentada en un café entre una sugerencia gastronómica y la descripción de una picazón en la espalda. A eso se suma la música omnipresente y un montaje que intensifica los quiebres, de manera que aunque uno le interponga una decena de disquisiciones estéticas, difícilmente logre contener la identificación y no salir destrozado.
Pero si dar sentido al drama es la responsabilidad ética por excelencia —como ha escrito Oliverio Coelho—, la tarea del espectador no resulta tan sencilla. Al igual que Santiago (Guillermo Pfening), que no puede procesar la tragedia que ocurrió a su familia, toca al espectador asignar valor al azar del accidente; entonces aparecen los interrogantes.
En principio la película opone dos mundos, unidos por la blancura: la decoración minimalista de su departamento en un barrio cheto porteño y la nieve que aplana el paisaje del pueblo patagónico donde se refugia después del choque. Santiago es decorador de interiores; su trabajo consiste diseñar los ambientes confortables que permiten a los ricos sentir el universo a su medida. Artefactos de todo tipo (del inodoro a la cafetera eléctrica) intermedian en la satisfacción rápida de sus necesidades. Además Santiago es jefe en el trabajo y en el hogar, delegando en empleados (la chica que pinta o la mucama que viste a su hija) toda tarea manual. Sin embargo, la reflexión de Trapero parece menos social que metafísica: esa distancia con lo real que dispone cierta vida urbana, eliminando todo esfuerzo, no serían más que estrategias para ocultar la muerte. En el hospital —cuenta después Santiago— nadie podía nombrarla; en cambio junto a la montaña, donde sus habitantes negocian diariamente con la intemperie y el frío, y el cuerpo es un instrumento frágil para el que el mundo se revela hostil, morir es casi tan cotidiano como procurarse calor y alimento, aunque por supuesto mucho más triste.
Esta oposición, sin duda idealizada, es evidente en otra escena: en el bar donde los vecinos se anestesian mayormente con vino tinto, un obrero al que llaman Cacique (Tomás Lipán) mastica hojas de coca, mientras que Santiago y su amigo Rober (Federico Esquerro) inhalan cocaína. “A mí dejame con el verde de la naturaleza”, dice el Cacique cuando ellos le ofrecen. Como las paredes del departamento, el blanco artificial de la cocaína marca el alejamiento de la realidad.
Santiago se somete a todos los rigores, principalmente el trabajo físico, para expiar la desconexión de su nacimiento y crianza. Su sentimiento de culpa más insoportable es éste, y no la distracción que lo precipita en la ruta.


Haciendo Cine Octubre 2006

sábado, 5 de agosto de 2006

Paz Alicia Garciadiego

El discreto encanto del relato

Dice que a escribir un guión no se enseña, pero cuando empieza a hablar, la mexicana Paz Alicia Garciadiego no sólo es encantadora y fascinante, sino enormemente pedagógica. A pedido de HC, la mujer y guionista de Arturo Ripstein contó su experiencia y dio un montón de claves que tal vez no le sirvan únicamente a ella.

(con Cynthia Sabat)

Pablo Solarz, el guionista de Historias mínimas, suele decir que cuando alguien que no lo conoce le propone escribir un guión juntos, a él le resulta como si un completo desconocido lo invitara sin más preámbulo a coger.
La metáfora sexual es perfecta para Paz Alicia Garciadiego, guionista full time que casi no ha escrito más que para su marido. Pero sucede que su marido es Arturo Ripstein —ella lo llama “Rip”—, a quien ahora la unen doce películas en veinte años, desde El imperio de la fortuna (1986) hasta El carnaval de Sodoma todavía por estrenarse, pasando por Principio y fin (1993; Concha de Oro en San Sebastián) y Profundo carmesí (1996).
Como corresponde, cuenta que sedujo a Ripstein contándole una historia: tres minutos en un pasillo. A nadie que haya conversado con ella podría extrañarle: es difícil, escuchándola, no enamorarse un poco. Con un tipo de simpatía irreverente y cómplice típicamente latinoamericana, Paz recorrió en esta entrevista —realizada durante el último Festival de Mar del Plata, donde fue jurado—, su experiencia y sus impresiones de la tarea del guionista, que tal vez requiera siempre de enormes dosis de seducción: no sólo para atrapar al público, sino principalmente para convencer al director.


¿Se puede enseñar a escribir guiones?
Para empezar, tengo que decir que yo no enseño guión. Un año fui a dar clases a Estados Unidos, básicamente porque había una crisis económica en México, equivalente al 2001 de ustedes. Era una oportunidad no sólo de ganar dinero —que se gana muy poco dando clases allá si uno no forma parte de la academia —, sino de salir de México, airearte, y dejar de sentir que el país se te disuelve en pedacitos, sensación que ustedes conocen bien. Las otras veces he dado talleres, o clínicas, como le dicen en Sundance. Porque yo no creo que se pueda enseñar a escribir guión; lo que se puede es observar y corregir a partir de una experiencia concreta. En cuanto a los razonamientos abstractos, yo pienso que el guión no es más que una derivación de la narración en general. No difiere casi nada, más allá de algunas particularidades mecánicas, de la literatura y del teatro. Lo esencial que los diferencia es el formato. En el teatro también hay una estructura que va in crescendo para encontrar un final, aunque en mi opinión se asemeja más a la literatura porque tampoco tiene unidad de tiempo y espacio. Eso te permite una mayor flexibilidad para seleccionar qué material puedes usar.

Sin embargo, el teatro y el guión tienen en común que son textos en tránsito.
En efecto. Pero el material con el que trabajas, en teatro lo tienes que confinar, al menos en el espacio. En el cine no: puedo salir a la playa, ir al aeropuerto, entrar al cuarto del hotel, transitar a través del tiempo y el espacio. Eso me da una flexibilidad que el teatro no tiene, con lo cual el problema de la imagen y la geografía es totalmente distinto. Por eso el teatro está más enfocado hacia el personaje y los parlamentos. En la literatura vamos de Juanita en el cuarto, a la siguiente escena con Pedro en la oficina. Esa flexibilidad asemeja el cine a la novela. ¿Qué diferencias tiene con la novela? Enormes. La central para mí es que la novela es centrífuga: todas las tramas secundarias la enriquecen. En el cine las tramas secundarias empobrecen. Porque en el cine, a diferencia de la novela, el final define al película; yo diría que casi reescribe el resto de la película. Ahora estoy tratando de acordarme cuál es el final de los siete largos libros de En busca del tiempo perdido, pero no creo que sea la parte más importante de la novela.

Igual es un caso un poco particular, ¿no?
No, podemos seguir avanzando. En La guerra y la paz, el final está casi doscientas páginas antes del final de la novela. Después de que cae Moscú y Natasha Rostova se va, etcétera, hay ciento cincuenta páginas de disertación de Tolstoi sobre el sentido de la historia y el lugar de la casualidad. Luego viene un colofón donde ya Natasha está casada con Pierre y tiene niños, pero el final dramático y sentimental de la novela está con la caída de Moscú. En ese sentido, el guión de cine está más cerca del cuento, donde no hay tramas derivadas que distraigan. Además, el final en un cuento es capital. Con el teatro compartimos la temporalidad, la necesidad de contar un espacio finito de tiempo, que nos lleva a la fórmula aristotélica. Aunque más que de tres actos, yo prefiero hablar de principio, desarrollo y final. Pero yo cuando trabajo me siento infinitamente más cerca de la literatura que del teatro. Y eso a pesar de que yo tiendo a hacer guiones muy teatrales. Porque a pesar de que empecé diciendo que el cine es móvil y es dúctil, a mí me gusta confinar a los personajes en un espacio. Me gusta el reto de hacer cine que sea cine, pero encerrado.

En un reportaje diferenciabas “contar” de “escribir”. ¿Qué te parece más importante para un guionista?
A mí me gusta mucho escribir, pero es una auténtica desviación mía: no debería gustarme tanto. Lo más importante es contar. Yo estoy convencida de que los guionistas son contadores de historias, al menos en el cine que a mí me interesa. Escribir es cómo lo cuento. Pero están tan imbricados que es difícil separarlos.

Hay guionistas que saben escribir pero no son buenos contando, ¿no?
Casi sucede más lo contrario: hay gentes que saben contar una historia, pero a la hora de escribir me refiero al ojo desde el cual estoy viéndola, el énfasis. Y a mí esto me importa mucho. Me importa muchísimo encontrar la estructura con la que quiero contar la historia.

¿Qué lugar ocupa la estructura en tu trabajo?
Para mi es central. Es lo que me define finalmente cómo estoy contando. Y si no sé cómo voy a contar la historia, no tengo la historia. Es cierto que cada historia tiene su forma específica de ser contada: encontrar esa forma específica es lo que a mí me inquieta más, me reta más, me gusta más y me aproblema más, por supuesto.

¿En qué momento aparece la estructura?
Surge después de que tengo mi cuento contado. Elaboro una historia, me la imagino, la cuento muchas veces. Yo confío mucho en la vieja dinámica del trovador: conforme la vas contando en vos alta, te das cuenta de sus defectos. Cuando vas perdiendo el interés, o esos hoyos de lógica…

O esas preguntas que te ponen en un brete…
Exacto. O aunque no te lo pregunten te das cuenta de que hay cosas que tienes que subsanar porque claro, el policía debía haber dejado la maleta olvidada en el restauran para luego regresar. Cuando ya tengo la historia, la segunda cosa que hago es preguntarme por qué me interesa contar esa historia: qué es lo que me está llamando de esa historia. Muchas veces está escondido. A menudo uno piensa que le interesa por una razón, y luego se da cuenta o que no le interesa, como me ha pasado mil veces, o que me interesa por razones diferentes de las que pensaba en un principio.

¿Incluso después de filmada la película?
No no no. Eso ya es trabajo de psicoanalista, no mío. Yo me refiero al momento en que ya tengo la historia contadita, por ejemplo: voy a contar la historia de dos amantes, ella deja el marido y él a la mujer y se van a vivir juntos, y entonces los persigue la policía, etcétera. Cuando tengo eso, me pregunto: ¿de qué estoy hablando realmente? Pomposamente: el tema “profundo”. Que es lo que viene a ser la óptica, ¿no? ¿Estoy contando la historia de dos soledades que se encuentran? ¿De gente que crea ilusiones falsas? Cuando más o menos logro decir en dos palabras de qué va, cuál es el tema del que estoy hablando, tengo que definir cómo voy a contarlo para que el tema pueda ser relevante. Ahí aparece la estructura. ¿Lo voy a contar cronológicamente? ¿Con flashbacks? ¿De adelante para atrás? ¿Desde qué personaje? Automáticamente empiezo a seleccionar información. En Profundo Carmesí, por ejemplo, fui a los archivos de los periódicos, pero sabía que toda la pesquisa policial no me interesaba. Toda la información por la que ellos fueron juzgados y ejecutados, no me importaba, porque en México no hay pena de muerte. No me interesaban mayormente las viudas, porque mis personajes iban a matar por la dinámica de ellos dos mismos. Me interesaban en cambio capitalmente los hijos de ella, por el precio que pagaba el amor de los dos. Empiezas mecánicamente a seleccionar información, y a inventar la que necesitas. Entonces, cuando tengo más o menos la estructura, elaboro una escaleta, que la mayor parte de las veces suele ser simplemente un listado. “Interior-Cafetería: el encuentro”. Con los títulos para que yo me acuerde qué va. Igualmente varía de un guión a otro, y de sus necesidades. En algunos he trabajado absolutamente sin escaleta. Y la mayoría de las veces la tengo pero no la consulto: la tengo por si me pierdo, pero no me ciño. Creo mucho en la escritura automática. Mis mejores secuencias han surgido sin estar previstas ni planeadas.

¿A qué llamás escritura automática?
Por ejemplo: cuando yo escribí La mujer del puerto, no estaba contemplado que se vieran los abortos. Y de repente, cuando me di cuenta, ya estaban ahí. De esa me acuerdo con sorpresa porque cuando terminé ese día de escribir, me pregunté de dónde había salido eso. Del inconsciente. De un loco que se te mete a veces adentro. Yo escribo normalmente con música…

¿Qué música?
Depende de la peli. Me pongo siempre la misma música para escribir cada una, todos los días la misma. Curiosamente no tiene nada que ver con el tema… Profundo carmesí la escribí con Ella Fitzgerald. Y ya para el final, cuando necesitaba que me diera un subidón, pasé a ópera, a Rigoletto.

¿Y El carnaval de Sodoma, la última?
Esa la escribí con una griega que se llama Eleni Karaindrou, la que hace la música de Theo Angelopoulos. Uso muchos soundtracks, mucha ópera. Cuando escribí Así es la vida, yo estaba siguiendo la estructura de la tragedia de Séneca, escena tras escena, y me estaba costando mucho. Yo sabía que quería usar un meteorólogo, porque es la metáfora perfecta de la previsión del futuro, pero me di cuenta de que el rango que tienes para hablar de meteorología es mínimo. Entonces pensé en esos horribles programas matutinos que son mitad noticiero y mitad variedades, y dije: ¡perfecto! Hay un trío, y el trío es el coro, como en la tragedia griega. El trío al cantar boleros me va a permitir entrar al interior del personaje a través de las letras. Así que me puse “Romances”, de Luis Miguel, y me puse a escribir cancioncitas de bolero. A partir de ahí ese disco me acompañó todo el resto de la película.

¿Y el género cuándo aparece? ¿Es inseparable de la primera idea de la historia?
Surge con la estructura, o un poquito antes, cuando sé qué quiero contar. Ahí aparece el tono.

¿Tenés una conciencia del género, o escribís sin pensar en eso?
A veces sí y a veces no. En Principio y fin yo tenía clarísimo que sería un melodrama, pero que en la secuencia final daría un paso hacia la tragedia. La tragedia siempre da miedo, incluso escribirla. Y tiene un “parti pris” anticinematográfico, porque sabes el final desde el principio. Te sientas y dices: a éste lo cagan. Ni siquiera está muy en juego cómo va a cumplirse la fatalidad. Más bien lo que nos fascina a los espectadores es la corroboración de las inexorables reglas de la tragedia misma. Pero claro: ahí estás luchando con cien años de espectadores cinematográficos, y con tu mismo instinto cinematográfico. El otro día yo estaba viendo El álamo, una película vieja donde aparecen los texanos buenos e independientes, y México como un villano traidor. De repente, viéndola es tal la mecánica, ¡que le vas a los gringos! Te tienes que cachetear y decirte: ¡despierta, pendeja! O ves El francotirador, y cuando le hacen la ruleta rusa a De Niro, aunque tu sepas que los gringos hijos de puta conquistan Vietnam, tú estás siempre en el papel del personaje. Por eso en la tragedia hay un deseo yo diría necesario de ir en contra del destino. La vieja lucha del hombre contra Dios, ¿no?

¿Ha perdido lugar el guión en los últimos años, con las experimentaciones en rodaje y el uso del digital?
Yo creo que es cada vez más importante en la medida en que, en los últimos años, con el creciente descrédito, justificado o no, de la narrativa tradicional —una historia contadita convencionalmente—, se está ensayando mucho con las formas de contar, con las estructuras. Y la estructura es el guión, por más que yo decida improvisar en el set. Qué voy a improvisar y con qué personajes, eso está pensado desde antes. Entonces yo creo que, aunque no en la forma tradicional, el guión está teniendo una revalorización.

¿En qué medida el guionista es el autor de la obra?
Total… hasta que el director dice “Acción”. (risas) En ese momento te secuestran a la criatura.

¿Y ahí que pasa por dentro del guionista?
En muchos, esos ataques de rabia que luego ves que dicen en el periódico: ¡el hijo de puta destrozó mi obra! Son sentimientos muy extraños. Yo voy al rodaje todos los días. Calculo llegar después del maquillaje y cuando ya están colocadas las luces, pero el sentido de ir es parir el niño en pedacitos. Cuando llegas al set, siempre hay un shock, porque por más que se parezca a lo que tú planeaste, por más que uno tenga comunión total no sólo con el director sino con el director de arte —a los primeros que yo me conquisto es a los directores de arte, ¡les digo que son guapísimos!—, si la puerta en lugar de estar acá está allá, ya no es el cuarto en donde entré yo cuando lo escribía. Nunca es. Porque entre lo que yo vi y lo que escribí hay una mediación, y entre lo que ví y la vida real hay muchas más. El segundo shock es entender que los actores no tienen mi voz. Porque uno mentalmente va diciéndose los diálogos, así que los personajes tienen mi voz y tienen mis pausas. Solucioné en parte este problema trabajando con actores que conozco bien y conozco su ritmo, entonces voy escribiendo ya con sus voces. Con una asistente de Rip tengo el juego de que ella lee el guión y me va diciendo para qué actor es cada personaje. Pero en el momento en que el director dice “Acción”, esa secuencia que uno había visto durante madrugadas y madrugadas se disuelve, como un espejo que se rompiera en mil pedacitos, y la única que subsiste ya es la de la película. Al menos en mi caso.

Igualmente tu relación con el director es bastante particular…
Claro, yo trabajo con un director con el que tengo mucha comunión. Probablemente mi discurso sería otro si yo al ver un guión mío en la pantalla no me reconociera. Rip y yo somos muy parecidos, en gustos, en maneras de pensar, en pequeñas fijaciones. Vamos paseando y los dos volteamos a ver la misma cara, porque es la misma cara la que nos llamó la atención.

¿Te molesta que te digan que tus guiones son muy “ripsteinianos”?
No me molesta: me sorprende. Me pasó una vez que otro director me propuso hacer algo con él y luego me dijo eso. Realmente me sorprende que gente del oficio disminuya tanto el trabajo del guionista como para creer que mi mirada puede cambiar como si fuera la de un amanuense, ¿no?

Lo piensan como una tarea técnica…
Claro. Pero yo pienso que lo que creas es la historia. Yo era fanática del cine de Ripstein mucho antes de trabajar con él, así que me gusta ser ripsteiniana ahora que estoy haciendo sus guiones.

Haciendo Cine Agosto 2008