martes, 10 de abril de 2007

Esteban Sapir

Cine vintage

No extraña que Sapir haya decidido homenajear el cine expresionista alemán de los años ’20, representante de un tiempo en que el cine se sentía incapaz de emular la realidad, su lenguaje no había sufrido la “naturalización” del período clásico y todavía relato y composición visual se disputaban la primacía. Si Picado fino resultó renovadora a mitad de los ’90 tal fuera sobre todo porque su artificialidad era una elección, y no el código obsoleto con el que las películas argentinas creían presentar la vida cotidiana.
En los años siguientes, cuando a Sapir parecían disputárselo como director de fotografía, su estilo era uno de las más fácilmente reconocibles. Véanse al hilo estas tres óperas prima: Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (Daniel Burman, 1997), Cohen vs. Rossi (Daniel Barone, 1998) y Tesoro mío (Sergio Bellotti, 1999). Piénsese también que del corto Rey muerto a La ciénaga Lucrecia Martel cambió la luz de Sapir por la de Hugo Colace: la diferencia estética entre uno y otra puede resumirse en la de sus fotógrafos. Sapir vuelve lejano, impenetrable y “bello” todo lo que toca: tal vez por eso lleva un lustro largo trabajando en publicidad.
En La antena filma en blanco y negro una película casi muda; utiliza música constante con piano enfático, actuaciones extensas y exageradas, e introduce —reemplazando los diálogos— textos sobreimpresos mezclados con la acción (que en rigor recuerdan menos a las placas del mudo que a la sobrecarga de información de MTV). Proliferan aparatos antiguos, como los que se encuentran revolviendo en San Telmo para decoración. A diferencia de las distopías del XX, que exageraban el estado actual de la técnica para hacer presentes sus temibles consecuencias, el espíritu vintage de La antena va nuevamente hacia atrás, recuperando la fantasía de un reinado hipnótico de la televisión. Temor evidentemente caduco —véase la total ausencia de tecnología en Niños del hombre—, tiene tan poca relevancia que a menudo la trama parece un escollo para el despliegue de buen gusto que es la película. Lo que hacen ahí en el fondo los personajes es una pantomima sin drama, igual que en Picado fino, aunque aquí aparezca revestida con una pátina de clasicismo.

¿Pero cómo pensar el trabajo propiamente visual, tan acabado, que es sin duda el interés único de Sapir? Cuando busca inspiración en el pasado, La antena opera como la moda: recupera vaciando (así puede haber sin contrasentido una “moda punk”). Esta película es un objeto, construido a través de la minuciosa selección de elementos más o menos variados y fusionados con elegancia; pero es una elegancia de diseñador, de la misma manera que la idea de lo estético que tiene Sapir pertenece menos al arte que a ese “salto de tigre de la clase dominante” (como definió Walter Benjamín a la moda). La antena se disfruta como un objeto de consumo.

DIRECTOR. Esteban Sapir
CAST.
Alejandro Urdapilleta, Rafael Ferro, Julieta Cardinali, Valeria Bertuccelli

Haciendo Cine | Abril 2007

Mónica Lairana

Me alquilo para sufrir

“Llegué a El desierto negro por un casting —cuenta Mónica Lairana—. Primero lo hice un día en que estaba con un ataque: tenía las valijas hechas para viajar con El cielito a un festival tipo en Arabia Saudita o algo así, y casi que esperaba un llamado para salir corriendo al aeropuerto. Fui en ese estado y no me quedé conforme, así que volví al otro día y pedí hacerlo otra vez. Y fue buenísimo, porque me eligieron”.
El western gauchesco de Gaspar Scheuer se verá en la competencia internacional, pero no será la única aparición de Mónica en las pantallas del BAFICI: sus rasgos particulares, su cuerpo esta vez considerablemente expuesto ocupa la totalidad de 8cho, el corto de Paulo Pécora que puede leerse —oigan revistas del corazón— como una declaración de amor fílmico (algo perturbada, es cierto). Paulo parece decirle: mi cámara te ama; pero nosotros sabemos que en la vida real son novios, que ella tendrá un papel en su primer largo, y preferimos tomarlo como una declaración de amor a secas, incluso olvidando que su personaje es de una tristeza, una angustia y una paranoia bastante inquietantes. Claro que Mónica ya desde El cielito, de María Victoria Menis, ha dado muestras de talentoso sufrimiento.
“Yo no pensé que el personaje de El desierto negro iba a quedar tan sufrido… lo veía más polentoso”. ¿Y por qué será que la eligen para personajes así? “¡No lo sé!”, lanza una carcajada. “Ah, no, esperá, hay una película donde no: Mentiras piadosas, de Diego Sabanés. No es un papel muy importante, pero es luminoso y sin ningún conflicto. Me gusta el contraste. Espero que vengan más personajes así”.
Cuenta que después de estas varias películas el problema del lenguaje del cine la tiene fascinada: “Vos podés estudiar teatro, estudiar técnicas corporales, pero ¿cómo hacés para aprender qué tan importante es que sepas de lentes para favorecer tu laburo? Y no sé por qué se suele dejar tan aparte al actor. ¿Por qué los actores no recibimos guión técnico? Para mí es importante saber si va a ser un primerísimo primer plano o me vas a estar tomando tipo cucaracha allá en el fondo. Yo siento que por este lado hay un camino de aprendizaje enorme. Favorece mucho saber dónde uno se mueve”.

Haciendo Cine | Abril 2007

Julio Chávez

¿Quieres ser Julio Chávez?

“No fue buscada, pero hoy digo: hice una trilogía”. No es habitual, y él lo sabe, pensar la actuación en términos autorales. No se trata de que Extraño (03), El Custodio (05) o El otro —que se estrena este mes— deban menos a sus directores: son los tonos particulares que Julio Chávez imprime a esos roles los que invitan a colocarlas bajo otra luz. Aparece así una zona que es suya: el personaje como una “manera de estar” en el mundo; la rutina como una performance que nos protege del sinsentido; su preocupación por la experiencia del espectador. De estas cuestiones y de otras más íntimas habló en esta entrevista.

SER Y PERCIBIR

“Cierro con El otro lo que yo llamo una trilogía, que no fue buscada, pero hoy digo: hice una trilogía. Un oso rojo es otra cosa, pero Extraño, El custodio y El otro para mí forman una trilogía. Hoy, de vuelta del último viaje que fue El otro, tengo el presentimiento de que en algún momento voy a reflexionar acerca de este período de mi vida. No sé si ahora es el momento. El hecho de que esté haciendo notas porque hay que presentar la película no me obliga a evaluar mi trabajo, porque el trabajo del artista, valorado como cada uno quiera, no puede evaluarse en el momento en que se le preguntan tantas cosas. Y sin embargo las entrevistas de alguna manera me están diciendo: vas a tener que reflexionar. O mejor así: qué lujo para un artista poder ocupar parte de su profesión en la indagación de algo. Y me he encontrado diciendo, tal vez de manera defensiva, que a ningún escritor, a ningún poeta, a ningún pintor, a ningún cineasta se le puede criticar que durante cuatro años de su vida estuvo indagando sobre un asunto. Pero a un actor sí. ¿Es que no somos artistas? Mis personajes en estas tres películas no tienen la misma naturaleza, son totalmente diferentes; y sin embargo resultan parecidos. La manera que tienen de percibir el mundo es diferente, cómo están impregnados por los objetos es diferente, miran el mundo y sienten que el mundo los mira de formas divergentes. A veces todo eso se resume en una manera de ‘estar’. Pero las tres películas, que no tienen nada que ver una con la otra, sin embargo tienen una familiaridad. Esto es bien interesante para mí”.

En el viejo cine argentino era habitual encontrar un personaje que a menudo Federico Luppi encarnó con ímpetu: en alguna escena le llegaba el turno de articular con claridad y enojo lo que pensaba del mundo. A menudo puteaba; el mundo le parecía una porquería, pura injusticia, había que hacerlo todo de nuevo. En aquellos cines de butacas de cuero el director esperaba encontrar gestos de asentimiento, con suerte algún aplauso. Se ha visto gente de pie.

El denominador común de los personajes de estas tres películas, cuyos autores —Santiago Loza, Rodrigo Moreno y Ariel Rotter— nacieron respectivamente en el ’71, ’72 y ’73, es la contracara perfecta del arquetipo Luppi: el mundo no se deja subyugar bajo su mirada, sino que la inunda; nunca consigue el dominio de sí que le permita poner en palabras su inquietud; su manera de ser es el refugio de una identidad difusa o amenazada. El foco de interés parece haberse movido de las ideas a las prácticas. O como dirá Chávez en esta entrevista: “Nuestra cotidianeidad es la representación de lo que creemos que es el mundo”.

¿En qué consistió esa zona de indagación?

Creo que las tres películas exigen que te detengas y escuches. No porque se hable: que escuches lo que le pasa a ese ser humano. Y si te serenás y lo percibís, cada uno de los tres te va a llevar a un paisaje diferente. Es muy pedigüeña la película, porque te va a reclamar que hagas una actividad que hoy no hacemos: esperar, mirar y escuchar. Lo que los tres roles tienen en común es que están en un proceso de percepción. Los tres están deteniéndose de alguna manera y diciendo: ¿de qué me habla el mundo?

Pero cada uno plantea una salida extrema: el silencio, el asesinato y la huída.

Sí. También hay circunstancias diferentes. Lo que a mí me conmovía del personaje de El otro es que es un tipo que no está en conflicto con el mundo. Y a pesar de eso es inevitable que advierta algo en relación al tiempo, a la vida, a la muerte. El de El custodio está profundamente dolido con la vida. Y el de Extraño es un personaje que no puede evitar ver el dolor de los otros todo el tiempo. Mientras que el de El otro percibe su propia situación, el de Extraño ve algo que los otros no ven: la inevitabilidad del padecimiento de la vida. Son “sonidos” muy diferentes…. Mi interés en los últimos años, y es sobre lo que estoy reflexionando ahora, consiste en pensar cómo se cuentan estas pequeñas diferencias. Además de la ropa, el peinado, etcétera. Tengo el gusto, o el lujo, o diría más: el derecho, como artista, de indagarlo, y a mí mismo se me presentan incógnitas acerca de mi propia naturaleza, mi propio ser, mi propia psicología… en medio de un mundo como el del cine, donde yo ya sé que se juegan muchas batallas, intereses, preocupaciones industriales, disputas sobre si el cine debe ser comercial o no… y yo pienso: si me tuviera que ocupar de eso, yo suelto la profesión.

¿Cómo ves las subjetividades frágiles, amenazadas de estos personajes?

(piensa) Y… yo pienso que en el mundo… algo así pasa. Y lo que no pasa es que alguien se detenga a observar. Hay una impiedad contemporánea bastante interesante, en un momento en que creemos estar todos comunicados y conectados. Hay un retiro de lo humano; un aspecto de lo humano se retira. Para mí la contemplación es algo que se está retirando…

Algo que está en mayor o menor medida en las tres es la idea de que la rutina es a la vez una manera de estar en el mundo y un refugio de él.

Es así. Las rutinas pueden ser variadísimas… Mirá: yo voy a tomar café siempre al mismo lugar. Me siento siempre en la misma mesa y observo que las escenas a mi alrededor se repiten día a día. Voy a una fiesta con tales amigos y amigas y tarde o temprano se habla de las mismas cosas. Veo a mi madre y percibo internamente la repetición de lo mismo. Somos repetidores de escenas. Somos actores extraordinarios. Absolutamente representativos. Nuestra cotidianeidad es la representación de lo que creemos que es el mundo.

Parte de la fascinación de estos personajes parece estar en el contraste entre la minuciosa conciencia de su composición y la total inasibilidad del resultado…

Eso ya es trabajo del espectador. Yo creo que el espectador desarrolla una actividad, y una de las cosas que yo intento indagar es cómo hacer que el espectador imagine la actividad que yo quiero que imagine. Eso lo aprendí… aprendí no: empezó a iluminárseme esa ocupación actoral en una toma de Un oso rojo. Hay una escena donde me agarra la policía cuando estoy con mi hijita en la calesita. Y no quería contarle al espectador: yo quería que él sintiera pena por esa situación que el Oso vive frente a su hija, y que comprendiese el pudor y la vergüenza que este tipo siente. Pero si yo actuaba pudor y vergüenza, estaba seguro de que el espectador iba a entender que yo quería que se leyera eso; pero el espectador no iba a hacer la experiencia del pudor y la vergüenza. Entonces pensé: ¿qué creo que tengo que hacer para que el espectador no pueda no leer pudor y vergüenza sin que yo le cuente pudor y vergüenza? Y me dije: mirá esa nena. No es tu hija, me chupa un huevo, olvidate de la ficción: mirala y tratá de observar qué piensa de vos mientras estás filmando. Y pensé: yo creo que si desarrollo esa actividad, el espectador va a leer que tiene pudor y vergüenza. Entonces no sigo literalmente los paisajes que pretende el libro. Trato de ocuparme de qué debo hacer para que ese paisaje aparezca en el imaginario del espectador.

¿La trilogía cierra acá?

Sí, para mí sí. Cuando ya me encuentro pensando en el viaje como ahora, es que estoy en otro lugar. Digamos que hoy estoy dispuesto a revelar las fotos y empezar a pensar realmente qué tipo de viaje hice. Dentro de cinco años seguramente voy a poder ver esto con más claridad. Todavía estoy volviendo de Ezeiza.

AFINAR EL INSTRUMENTO

¿Cómo cambió tu manera de trabajar a lo largo de los años?

Me preocupan otras cuestiones. Ya no me preocupa tan sólo estar bien y resolver aquellos problemas metodológicos que me ocupaban cuando tenía veinte. No porque no me preocupen, pero tengo fe en que los soldados que deben lograr que el cuerpo esté lo más presente posible en el cámara-acción, están entrenados por los muchos años que llevo intentando que mi instrumento responda. Y te diría que últimamente algo ahí empezó a hacer caso. Paralelamente hay muchas cosas de las que casi no me ocupaba. No me ocupaba de mi mirada, por ejemplo, de mi conexión con lo humano. Estaba enfrascado en lo que yo entendía que era el actor, y tal vez estaba bien que así fuera. Hay cosas en las que ya estoy más sereno. Antes había el “querer ser un buen actor”. Querer gustar. Querer ser gustado. Entonces hoy cuando preparo un trabajo me preocupa sobre todo lo que tiene que ver con el relato: qué creo yo que tengo que relatar y cómo prepararme para eso.

¿En qué consiste esa preparación?

Depende. Cada guión tiene su particularidad, y mi preparación no está sólo en función de mi mirada sino de cómo lo hacen las otras áreas: hasta que no pueda percibir cómo mira el director, cómo mira el vestuarista, qué tipo de luz va a hacer el DF, cómo están planteados los planos, dónde son las locaciones… hasta entonces son todas posibilidades, y yo intento mantenerlas en vilo, porque en cualquier momento advertís que hay algo que no es como creías. Ante todo necesito libro, un objeto sobre el cual pensar, que es el único lugar de encuentro entre el director y un actor. Y necesito hablar con él no solamente porque quiero saber qué piensa, sino porque en la conversación aparece la manera en que elige el lenguaje, su naturaleza, su energía… la unión del libro con todo eso te puede iluminar. Yo percibo una cierta melodía cuando leo un libro; después me encuentro con el director y percibo otra, y trato de imaginármelas superpuestas como un calco.

¿Cómo entendés hoy la tarea del actor?

Yo cada vez estoy más convencido de que el trabajo del actor es de mucha estrategia. Lo que uno llama comprometerse, estar presente, ser sensible, entender, comunicar que uno entiende de qué trata… a veces todo eso ha generado en mí un plus de “entendimiento” tan grande, que en el plano donde tenía que haber un árbol yo pensaba que había que contar la película entera. Y tenía que comentar lo que me pasaba, mostrar mi sensibilidad, etcétera. Con el tiempo empecé a comprender que yo tengo que construir aquellos elementos que hagan que el espectador imagine y complete. Por eso para mí hoy es casi más importante entender cuál es la imaginación del espectador que la mía propia.

ELOGIO DE LA MIRADA

“Primer casting al que me presento. Yo estaba en el Conservatorio de Arte Dramático y Nestor Tirri, que en ese momento era profesor de historia de no me acuerdo qué, me dijo que una productora donde estaba Juan José Jusid buscaba un pibe de 16 o 17 años para protagonizar la película que finalmente se llamó No toquen a la nena. “Andá”, me dijo. Yo trabajaba de cadete, y no me podía ir de la agencia. Pero tuve mucha suerte porque el contador público que era mi jefe me mandó a la vuelta de la productora, en San Telmo, en el horario en el cual había que presentarse. Y cuando llego había una cola como de 500 pibes, porque habían puesto un aviso en el diario en todo el país. Yo me metí en la cola, y haciéndola me dije a mí mismo: ‘Lo único que tenés que hacer es mirarle la cara a la persona que esté tomando el casting, y detectá qué es lo que están buscando’. Me acuerdo que abrió la puerta Alejandro Saderman, y yo percibí que lo que buscaban era una suerte de atorrante… de colgado. Y le actué eso. Y le actué que a mí no me interesaba el casting. Y mientras él me hablaba y me miraba, yo le actuaba con mi mirada absoluta desconcentración. Paseé mis ojitos por su carita y advertí que estaba en buen camino. Así me fui presentando al otro casting, y al otro, y finalmente quedé”.

En esta versión, la anécdota del casting es un elogio de la observación y sus aplicaciones prácticas. Pero circula por ahí una versión mítica, donde el joven Chávez ha esperado su turno cinco horas, está harto, y no incurre en el desprecio por estrategia sino por convicción: no está dispuesto a ser examinado, no va a humillarse frente a la mirada de autoridad; pero es tan bueno que lo eligen.

Ese mito parece en sintonía con una imagen tuya de alguien que consiguió el reconocimiento sin hacer concesiones, y defendiendo lo que cree…

Resignaciones no tengo, no tengo por qué tenerlas. Y defensa de lo que creo: absoluta. Aún no teniendo seguridad del éxito. Me acuerdo que Luis Agustoni, uno de mis primeros maestros de teatro, cuando yo tenía 17 años nos enseñaba ejercicios sensoriales muy interesantes, que encierran misterios enormes de nuestro trabajo. Yo creo que en ese momento no los entendía, pero los hacía con absoluta fe: me levantaba a las 7.30 de la mañana todos los días y me sentaba en la casa de mis viejos, con frío, me acuerdo que no tenía una mierda para comer, ni yo ni nadie en esa casa… Y me recuerdo sentado en una silla enfrente de la estufa haciendo mis ejercicios con absoluta fe… Mirá: por lo que a mí me había tocado ver en la vida, pocas cosas me estaban invitando a que me recueste sobre ellas. Entonces encontrar una actividad que me estaba recibiendo cálidamente, y que me ofrecía ocupación, fe, esperanza, sueños… para mí fue muy importante. Entonces yo… tengo fe. Y hay otra cosa que sí tengo: voluntad. Esa es una gran compañera que me asiste. Creo que el trabajo de la escena, de la visión, de la mirada, del lenguaje, del discurso, de la narrativa, de la impresión y de la expresión… es lo único que me importa.

¿Hubo actores o figuras que a través del tiempo resumieran tus aspiraciones?

No en el gusto de su expresión, pero sí en cómo ellos trabajaban consigo mismos. Millones. El primer actor que me conmovió, y me hizo decir: yo quiero algo de lo que ese hombre hace, fue Max von Sydow, que vi en Bergman. Después Erland Josephson, el protagonista de El sacrificio de Tarkovsky. Lo que me fascinaba de ellos es su humanidad, cómo imprimen… es un ser que te está relatando el personaje y al mismo tiempo que él también es un ser que existe. Y te hace imaginar lo que te tiene que hacer imaginar, y al mismo tiempo no está escondiendo que es un hacedor. Me ha pasado millones de veces, con millones de actores. Me ha pasado con Nicholson cuando hizo Cuestión de honor, una película no muy memorable. Pero al final cuando tiene ese ataque en el juicio y revela que sí, que él… alarma roja o no sé qué mierda, vos sentís que ese ser humano que es un actor está imprimiendo la película, el asunto y su propia existencia. Está ahí, ¡pah!: impresa. ¿Qué más querés? ¿Qué más querés?

Un oficio terrestre

Acomodándose para la sesión de fotos la incomodidad de Chávez aparece como una ironía violenta, tal vez contracara de la exigencia con la que elige donde sí estar. Luis Sens le pide que sonría; Chávez: “Si querían sonrisas lo hubieran llamado a Darín”. Cuando la sesión termina suelta una sonora carcajada de tres minutos.

Durante la entrevista, en cambio, la comodidad es constante. Género al fin, a menudo cargado de reglas implícitas que llevan al entrevistado a dar forma ajena y convencional al objeto deseado de su intimidad y pensamientos, Chávez logra sin embargo traer siempre las preguntas hacia el terreno que le interesa. Es evidente cada vez que él piensa solo: “Esto no es una teoría, no es ideológico. Es mi oficio el que habla en voz alta”. Si otras artes desprecian la idea de “oficio” porque abjuran de la artesanía —de lo “bien hecho” atenido a reglas—, Chávez batalla antes que nada contra cierta percepción del trabajo actoral como espontaneidad natural o habilidad innata. Pero además ese oficio, en él, es mucho más que un desarrollo técnico: por eso habla siempre desde la experiencia en sentido amplio, modulando a través de ella todo lo adquirido por las vías más variadas. Como todos, por supuesto; pero no es un dato menor en la particularidad de su talento el nivel de conciencia con que preserva la ambigüedad, la complejidad y la conflictividad de todo lo que ha visto y pensado.

Haciendo Cine | Abril 2007

jueves, 5 de abril de 2007

Sergio Delgado

Estela en el monte
(Beatriz Viterbo Editora)

Estela en el monte narra en paralelo dos diarios de expedición en tierra desconocida. En el primero un grupo de colonos de la provincia de Santa Fe —irlandeses, franceses, ingleses cuyos hijos serán ya argentinos— avanza hacia el norte para dar a los indios montaraces una lección ejemplar; corre 1875, poco después saldrá Roca con medio ejército para dar la definitiva. Vislumbran que sólo el que ha enterrado aquí uno de los suyos, y algo propio ha dejado morir puede fundirse verdaderamente con el paisaje.
En el otro diario, un descendiente lejano de esos colonos emigra a Francia con mujer e hijo para dar clases en una pequeña universidad, como nos consta que hizo el propio Delgado ese mismo año de 1999; el manuscrito de la expedición de 1875 cruza el océano con él. Lo lee y corrige por respeto y luego en memoria del tío Duglas, que ha custodiado el texto hasta encargárselo. Rápidamente se descubre él también nuevo colono siguiendo otra estela en otro monte: día a día, en la inapelable construcción del hábito, se dirime la batalla de la apropiación. “¿Es que en algún momento una ciudad se vuelve interior?”. Ni el relato idílico de las lejanas patrias hospitalarias ni la penuria del que yira sin tierra, versiones de un mismo tema para cada cambio de siglo; a cambio, la violencia íntima o pública en el origen de toda pertenencia.
Como en la ficción de otros lectores de oficio como Piglia o sobre todo Sylvia Molloy, cuya novela El común olvido es en algún sentido comparable, la prosa de Sergio Delgado avanza impulsada por el infinito reguero de sentido que va produciendo. Y como siempre, la absoluta fascinación por la ambigüedad constitutiva de la experiencia —esa masa informe de sentidos latentes— sólo puede expresarse en la necesidad de decidirla, de sacarle a la fuerza su verdad —en última instancia de destruirla como tal. Tarea utópica, por supuesto; pero que revela de paso que el ejercicio de la lectura (o de la mirada en general) es a la vez un acercamiento al mundo y un refugio de él.

312 páginas


Inrockuptibles Abril 2007

domingo, 1 de abril de 2007

Santiago Amigorena

“La próxima película la escribí para Juliette”

Guionista de larga trayectoria y desde hace poco realizador, la figura de este argentino radicado en Francia realzó su lado glamoroso cuando se supo que salía con la bella Juliette Binoche, que protagonizó para él Quelques jours en septiembre. Aquí explica que no se siente de ninguna parte, anuncia que rodará en Argentina y recuerda la vez que Juliette tuvo a Nick Nolte diez minutos en el teléfono, convenciéndolo de que viajara a filmar a pesar de que le dolía la rodilla.

¿Por qué emigró su familia a Francia?

Por motivos políticos, pero fue calmo. Nos fuimos de Argentina a Uruguay en el ’69 y a Francia en el ’73. Mis padres son psicoanalistas y trabajaban sobre todo con los Tupamaros en Uruguay. Pero no nos fuimos corriendo, y mi viejo tenía ganas de vivir en Europa de todas formas. Fue duro como toda emigración, pero no una huída.

¿Queda algo en su trabajo de la infancia latinoamericana? ¿Usa el español?

Es raro. Escribo desde siempre en francés, pero al mismo tiempo lo siento como una lengua extranjera. A mis hijos, que son de madre francesa, les hablo en español y les resulta totalmente natural. De hecho con todos los chicos y también con los animales me sale primero el español. En mis libros escribí bastante sobre la infancia y sobre el exilio, pero en mi trabajo en el cine la influencia es menor. Sin embargo colaboré aquí con algunos directores exiliados, como Hugo Santiago o el chileno Raoul Ruiz, y también escribí mucho cine africano, por la proximidad de ser todos extranjeros en Francia. Les parecía más fácil trabajar conmigo que con guionistas franceses.

Acá se habla de usted como un “director argentino”. ¿Se siente así?

No. Allá estoy sintiendo todo el tiempo que no soy francés, y digo que soy argentino, pero cuando vengo percibo toda la distancia y la diferencia con lo que hubiera sido si me quedaba a vivir acá. Sería una mentira decir que soy argentino cuando hace 30 años que vivo afuera. Sobre todo cuando me hablan de cine, decir que soy argentino sería como aprovechar la moda de cine argentino que hay en el mundo desde hace diez años. Y la próxima película voy a filmarla en Jujuy, pero no es para nada una película del cine argentino.

Quelques jours en septembre es su debut en la dirección. Cuando empezó a escribirla, ¿ya pensaba dirigirla usted?

No. Tenía ganas de escribir un guión solo porque hace mucho que no lo hacía, y pensé que cuando estuviera terminado se lo iba a dar a algún director amigo. Escribiendo empecé a hacer anotaciones de dirección y a pensar en detalle cómo podía ser la película. Bastante antes de terminar decidí que iba a tratar de hacerla yo. Y como hace veinte años que trabajo en cine y escribí casi treinta películas, no fue difícil conseguir apoyo y financiación. Le pareció normal a todo el mundo. Hubo una especie de simpatía general.

¿Cómo entró Juliette Binoche al proyecto?

Yo no la conocía. Le di el guión, lo leyó y me dijo que sí.

¿La relación de ustedes empezó durante el rodaje?

No, después.

¿Pero fue modificando el clima de trabajo?

(Piensa) No… que haya una relación de complicidad entre el director y una actriz, o entre el director y un actor, me parece una cosa normal, que pasa. Empezamos a tener otra relación después de la filmación…

¿Ella fue la primera en aceptar el papel, antes que John Turturro y Nick Nolte?

Sí, fue el primero que busqué. La presencia de ella ayudó a conseguirlos. No porque le haya pedido que se ocupe de eso, por supuesto, pero decirle a un actor americano que está Juliette Binoche ayuda mucho.

¿Es cierto que ella tuvo que convencerlo a Nolte para que participara?

No exactamente. El asistente de Nick Nolte me había dicho que la iba a hacer, pero como Nick es una persona bastante extraña no habíamos firmado contrato ni yo había hablado nunca directamente con él. Cuatro días antes de su primer día de filmación, cuando estábamos en Venecia, llamó su asistente para decir que a Nick le dolía la rodilla y no podía venir. Ahí sí le pedí a Juliette que me ayudara a buscar otro actor: llamamos a directores, a castings, a agentes. Si no venía Nick Nolte, que además interpreta al personaje que se espera durante toda la película, íbamos a tener que parar el rodaje y hacer una semana en otro momento… una situación bastante complicada. Entonces Juliette le dejó cinco mensajes al asistente y consiguió que dos días antes de su primera jornada de rodaje, Nick, que no la conocía, le devolviera el llamado. Le dijo que tenía que subirse a un avión enseguida, porque necesitábamos que estuviera acá. Hablaron diez minutos por teléfono y lo convenció.

¿Y cómo fue la llegada y su trabajo?

Fue genial, increíble. El asistente me había dicho hace meses que el guión le había encantado, pero me parece que lo leyó en el avión. Cenamos juntos y me di cuenta de que realmente le gustaba el papel. Después se portó increíblemente bien, hasta me regaló un día de filmación extra, además de los dos acordados. Inventó cosas, fue muy impresionante.

¿Cómo es Otros silencios, su próxima película?

Creo que le doy más importancia a la historia que en la primera, donde podía inventar toda una escena sólo por las ganas de poner cierto plano o algún detalle. Cuando la terminé tuve ganas inmediatamente de hacer una historia mucho más simple, con un nivel de narración más unitario. Otros silencios es la historia de una mujer, que interpreta Juliette, a la que le asesinan el marido y el hijo, y de cómo en el camino de la venganza descubre que esa venganza no tiene sentido.

¿Por qué decidió filmar en Argentina?

Quelques jours en septembre la filmé en París y en Venecia, dos ciudades que me gustan mucho y conozco desde hace tiempo. Al terminar le dije al equipo que la próxima vez los iba a llevar a Argentina. Me dieron ganas enseguida, y todavía no tenía ni idea qué iba a escribir. Pero me parece una buena situación rodar en un lugar que uno conoce, pero a la vez no es totalmente propio, y al que uno puede mirar con un poco de distancia. Seguramente voy a filmar en Jujuy y Buenos Aires a partir de septiembre.

¿Dudó de incluir a Juliette, ahora que son pareja?

No, en absoluto. La escribí para ella.

Perfil | 1 de abril 2007