martes, 5 de junio de 2007

ANA KATZ

La pesadilla del amor
Con el mismo patetismo ligero, con el humor atenuado, con más sutileza, y con un guión, una puesta y una cámara mucho más hábiles, la directora de El juego de la silla sigue intentando eso que al cine le cuesta tanto: develar los dobleces de una personalidad.

Ana Katz acaba de filmar una de las miradas más deprimentes sobre la familia que se haya permitido el cine argentino último, tal vez sólo equiparable a La ciénaga o Géminis, y quizás, en algún sentido, finalmente más triste que El juego de la silla, su ópera prima. Pero lo impresionante de Una novia errante es su tono ligero, fluido, patético y cómico de la primera a la última escena: no intenta demostrar nada, y en eso reside sin duda su efectividad. La película no “habla” sobre la familia. Tampoco es, rigurosamente, una película sobre el amor; ni siquiera sobre el fin del amor. ¿Es la hermana playera de Silvia Prieto? ¿o la versión saturada de palabras del tema del vacío que el NCA abundó de laconismo? ¿y si fuera una ilustración allà Woody Allen del concepto freudiano del “superyó”?

¿Por dónde empezó la película?
Creo que hubo dos puntos de partida. Por un lado tenía muchas ganas de contar a una mujer cercana al abismo amoroso, en un momento de extrema turbulencia. Y paralelamente estaba —en realidad todavía estoy— esperando para filmar Bienestar, que es un proyecto que empecé a escribir antes que Una novia errante pero por ser más complejo de producir se viene demorando. Entonces me surgió la necesidad de trabajar en un proyecto esquivando los obstáculos de la producción cinematográfica, que a veces entorpecen un poco el proceso creativo, sobre todo en la fase del guión. La mirada, con suerte, va cambiando, y los tiempos suelen alargarse tanto que si uno no está lo suficientemente lúcido como para adaptarse, a la hora de filmar te acercás a un material viejo. Para que eso no suceda uno se pone a trabajar el guión constantemente durante los años que haya que esperar. Lo supervisa con dos, tres, cinco profesionales… y eso a veces tampoco es bueno. Tenía ganas de desarrollar un proyecto de una manera más impulsiva.

¿Qué te permitió hacerlo así en este caso?
Lo planteé desde el principio en HD, para filmar en Mar de las Pampas en cuatro semanas con un equipo reducido, de una manera muy concentrada. Además combinaba muy bien con esta película, porque la historia tenía algo íntimo que requería de un equipo de pocas personas muy comprometidas. Con la idea que yo tenía convoqué a Inés Bortagaray, una escritora uruguaya, y comenzamos con el proceso de escritura, que duró un año. Y que consistió básicamente en mails constantes a la distancia, y cada veinte días un viaje en el que hacíamos sesiones intensas de tiempo compartido, hablando por momentos del guión y por momentos de cosas que a la larga derivaban en el guión.

¿Qué cosas, por ejemplo?
Nos interesaba mucho buscar en la intimidad de un acto, algo muy difícil porque es una zona que se disimula mucho: incluso uno se la disimula a sí mismo. Lo que más nos interesaba era quitarle el velo a estas escenas en general escondidas. Para eso hablábamos de anécdotas, de nosotras, observábamos, leíamos cosas, veíamos películas… Desde el comienzo yo tenía la idea de hacer una película sobre la intimidad del amor. Y sobre la pesadilla del amor, que es algo interno: dos personas pueden estar abrazándose en una situación “amorosa” consumada, y sin embargo una de ellas puede estar hundida en el terror de que algo corte esa escena… y se descubra el velo. No tiene que ver con lo real: es una fantasía. Y como venía pensando en esta cosa onírica, me acordé mucho de Caperucita Roja. Caperucita Roja es un cuento moral, que intentaba decirles a las chicas que no hablen con extraños, que no salgan del ámbito familiar. Y yo creo que la película tiene que ver con la ajenidad, con lo desconocido…

La oposición entre lo familiar y lo ajeno aparecía también en El juego de la silla. ¿En esa relación está tal vez la clave de tu humor?
Puede ser… en realidad te confieso que todavía no sé si la película causa gracia. La vi pocas veces con gente: en San Sebastián se rieron algunas veces y otras no, y me decían que les parecía más atenuado el humor que en El juego de la silla. Yo entiendo por qué puede ser graciosa, pero no es algo de lo que me ocupo técnicamente: “acá quiero generar risa…”. Sí me interesa trabajar con humor, pero no sé si es un humor de reirse o más de… desconfiar. Creo que está relacionado con que uno, como espectador, siente el pudor que Inés no siente. Inés decide no resignarse… tiene algo de heroína dramática: “yo voy a llamar…” y agarra por enésima vez el teléfono. Así sea que llama porque está aburrida: hay momentos en que ni siquiera se sabe si está tan enamorada. Es como que lleva adelante una bandera, como si casi se enorgulleciera de haber sido abandonada. Eso causa gracia porque las personas en general intentamos no quedar expuestas. Inés está expuesta constantemente…

¿Tiene que ver con el “velo” del que hablabas antes?
Son escenas donde aparece la verdad, que es lo que en general socialmente no se expone: es un bochorno que se vea. Una persona que llama tantas veces seguidas es raro que lo cuente. Por eso quise que la cámara evitara tomarla de frente, en un momento en que el personaje se está exponiendo tanto: no ayudar a exhibir esa yaga. Me parecía que estaba bueno que la cámara fuera más templada, o más fría que el personaje.

Inés va de humillación en humillación. Parecería que lo hace a propósito, como si estuviera expiando algo…
Yo creo que hay algo de expiación, sí… Hay algo que es cierto: yo no quería hacer un melodrama. A la figura del enamorado al extremo yo le desconfío un poco. En el punto de vista de Inés hay mucha injusticia, mucho egoísmo. ¡No escucha! Hay un contestador que le dice: “No estoy”. Creo que es bastante claro. Y una persona que no escucha, ¿de qué está enamorada…? ¿de un fantasma, no?

Una novia errante es una comedia hacia fuera, pero hacia adentro es un drama. Los personajes se ríen poco…
Sí. Yo creo que uno percibe lo que a ella le pasa, pero no lo vive de la misma manera. Eso es algo mío. Cuando hay un exceso de dramatismo o de solemnidad, de hecho me tiento. Yo no podría contar un dramón con forma de dramón. Esa forma narrativa con llanto y gritos en primer plano me parece insostenible. Tampoco me gustaría que pareciera que ella no vive angustiosamente lo que le pasa, o que yo, como mirada, pienso que es una idiota. Aunque está jugado en un tono pesadillesco, me parece que el sentimiento de Inés es súper identificable. Es necesaria una mediación para acercarse al drama, que en mi caso pasa por el humor. Y además me parece muy peligroso tomarse demasiado en serio.

¿Peligroso para quién?
Para el ser humano. Pero también para el director, sin que eso implique no ser verdadero. Lo que se suele llamar “patético” es un momento de verdad que me parece fundamental. Es lo que todo el tiempo se intenta disimular. Creo que en general, en la vida, es algo que pasa. A mí me pasa: siento como una excesiva sobriedad. Hay mucho ridículo no reconocido. Todo el tiempo tengo la sensación de que hay algo medio falso. Mis personajes intentan disimular y lo hacen mal, pero en algún punto son bastante transparentes. No son buenos mentirosos. Yo estoy como con ganas de una época un poco más punk…

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