sábado, 5 de agosto de 2006

Paz Alicia Garciadiego

El discreto encanto del relato

Dice que a escribir un guión no se enseña, pero cuando empieza a hablar, la mexicana Paz Alicia Garciadiego no sólo es encantadora y fascinante, sino enormemente pedagógica. A pedido de HC, la mujer y guionista de Arturo Ripstein contó su experiencia y dio un montón de claves que tal vez no le sirvan únicamente a ella.

(con Cynthia Sabat)

Pablo Solarz, el guionista de Historias mínimas, suele decir que cuando alguien que no lo conoce le propone escribir un guión juntos, a él le resulta como si un completo desconocido lo invitara sin más preámbulo a coger.
La metáfora sexual es perfecta para Paz Alicia Garciadiego, guionista full time que casi no ha escrito más que para su marido. Pero sucede que su marido es Arturo Ripstein —ella lo llama “Rip”—, a quien ahora la unen doce películas en veinte años, desde El imperio de la fortuna (1986) hasta El carnaval de Sodoma todavía por estrenarse, pasando por Principio y fin (1993; Concha de Oro en San Sebastián) y Profundo carmesí (1996).
Como corresponde, cuenta que sedujo a Ripstein contándole una historia: tres minutos en un pasillo. A nadie que haya conversado con ella podría extrañarle: es difícil, escuchándola, no enamorarse un poco. Con un tipo de simpatía irreverente y cómplice típicamente latinoamericana, Paz recorrió en esta entrevista —realizada durante el último Festival de Mar del Plata, donde fue jurado—, su experiencia y sus impresiones de la tarea del guionista, que tal vez requiera siempre de enormes dosis de seducción: no sólo para atrapar al público, sino principalmente para convencer al director.


¿Se puede enseñar a escribir guiones?
Para empezar, tengo que decir que yo no enseño guión. Un año fui a dar clases a Estados Unidos, básicamente porque había una crisis económica en México, equivalente al 2001 de ustedes. Era una oportunidad no sólo de ganar dinero —que se gana muy poco dando clases allá si uno no forma parte de la academia —, sino de salir de México, airearte, y dejar de sentir que el país se te disuelve en pedacitos, sensación que ustedes conocen bien. Las otras veces he dado talleres, o clínicas, como le dicen en Sundance. Porque yo no creo que se pueda enseñar a escribir guión; lo que se puede es observar y corregir a partir de una experiencia concreta. En cuanto a los razonamientos abstractos, yo pienso que el guión no es más que una derivación de la narración en general. No difiere casi nada, más allá de algunas particularidades mecánicas, de la literatura y del teatro. Lo esencial que los diferencia es el formato. En el teatro también hay una estructura que va in crescendo para encontrar un final, aunque en mi opinión se asemeja más a la literatura porque tampoco tiene unidad de tiempo y espacio. Eso te permite una mayor flexibilidad para seleccionar qué material puedes usar.

Sin embargo, el teatro y el guión tienen en común que son textos en tránsito.
En efecto. Pero el material con el que trabajas, en teatro lo tienes que confinar, al menos en el espacio. En el cine no: puedo salir a la playa, ir al aeropuerto, entrar al cuarto del hotel, transitar a través del tiempo y el espacio. Eso me da una flexibilidad que el teatro no tiene, con lo cual el problema de la imagen y la geografía es totalmente distinto. Por eso el teatro está más enfocado hacia el personaje y los parlamentos. En la literatura vamos de Juanita en el cuarto, a la siguiente escena con Pedro en la oficina. Esa flexibilidad asemeja el cine a la novela. ¿Qué diferencias tiene con la novela? Enormes. La central para mí es que la novela es centrífuga: todas las tramas secundarias la enriquecen. En el cine las tramas secundarias empobrecen. Porque en el cine, a diferencia de la novela, el final define al película; yo diría que casi reescribe el resto de la película. Ahora estoy tratando de acordarme cuál es el final de los siete largos libros de En busca del tiempo perdido, pero no creo que sea la parte más importante de la novela.

Igual es un caso un poco particular, ¿no?
No, podemos seguir avanzando. En La guerra y la paz, el final está casi doscientas páginas antes del final de la novela. Después de que cae Moscú y Natasha Rostova se va, etcétera, hay ciento cincuenta páginas de disertación de Tolstoi sobre el sentido de la historia y el lugar de la casualidad. Luego viene un colofón donde ya Natasha está casada con Pierre y tiene niños, pero el final dramático y sentimental de la novela está con la caída de Moscú. En ese sentido, el guión de cine está más cerca del cuento, donde no hay tramas derivadas que distraigan. Además, el final en un cuento es capital. Con el teatro compartimos la temporalidad, la necesidad de contar un espacio finito de tiempo, que nos lleva a la fórmula aristotélica. Aunque más que de tres actos, yo prefiero hablar de principio, desarrollo y final. Pero yo cuando trabajo me siento infinitamente más cerca de la literatura que del teatro. Y eso a pesar de que yo tiendo a hacer guiones muy teatrales. Porque a pesar de que empecé diciendo que el cine es móvil y es dúctil, a mí me gusta confinar a los personajes en un espacio. Me gusta el reto de hacer cine que sea cine, pero encerrado.

En un reportaje diferenciabas “contar” de “escribir”. ¿Qué te parece más importante para un guionista?
A mí me gusta mucho escribir, pero es una auténtica desviación mía: no debería gustarme tanto. Lo más importante es contar. Yo estoy convencida de que los guionistas son contadores de historias, al menos en el cine que a mí me interesa. Escribir es cómo lo cuento. Pero están tan imbricados que es difícil separarlos.

Hay guionistas que saben escribir pero no son buenos contando, ¿no?
Casi sucede más lo contrario: hay gentes que saben contar una historia, pero a la hora de escribir me refiero al ojo desde el cual estoy viéndola, el énfasis. Y a mí esto me importa mucho. Me importa muchísimo encontrar la estructura con la que quiero contar la historia.

¿Qué lugar ocupa la estructura en tu trabajo?
Para mi es central. Es lo que me define finalmente cómo estoy contando. Y si no sé cómo voy a contar la historia, no tengo la historia. Es cierto que cada historia tiene su forma específica de ser contada: encontrar esa forma específica es lo que a mí me inquieta más, me reta más, me gusta más y me aproblema más, por supuesto.

¿En qué momento aparece la estructura?
Surge después de que tengo mi cuento contado. Elaboro una historia, me la imagino, la cuento muchas veces. Yo confío mucho en la vieja dinámica del trovador: conforme la vas contando en vos alta, te das cuenta de sus defectos. Cuando vas perdiendo el interés, o esos hoyos de lógica…

O esas preguntas que te ponen en un brete…
Exacto. O aunque no te lo pregunten te das cuenta de que hay cosas que tienes que subsanar porque claro, el policía debía haber dejado la maleta olvidada en el restauran para luego regresar. Cuando ya tengo la historia, la segunda cosa que hago es preguntarme por qué me interesa contar esa historia: qué es lo que me está llamando de esa historia. Muchas veces está escondido. A menudo uno piensa que le interesa por una razón, y luego se da cuenta o que no le interesa, como me ha pasado mil veces, o que me interesa por razones diferentes de las que pensaba en un principio.

¿Incluso después de filmada la película?
No no no. Eso ya es trabajo de psicoanalista, no mío. Yo me refiero al momento en que ya tengo la historia contadita, por ejemplo: voy a contar la historia de dos amantes, ella deja el marido y él a la mujer y se van a vivir juntos, y entonces los persigue la policía, etcétera. Cuando tengo eso, me pregunto: ¿de qué estoy hablando realmente? Pomposamente: el tema “profundo”. Que es lo que viene a ser la óptica, ¿no? ¿Estoy contando la historia de dos soledades que se encuentran? ¿De gente que crea ilusiones falsas? Cuando más o menos logro decir en dos palabras de qué va, cuál es el tema del que estoy hablando, tengo que definir cómo voy a contarlo para que el tema pueda ser relevante. Ahí aparece la estructura. ¿Lo voy a contar cronológicamente? ¿Con flashbacks? ¿De adelante para atrás? ¿Desde qué personaje? Automáticamente empiezo a seleccionar información. En Profundo Carmesí, por ejemplo, fui a los archivos de los periódicos, pero sabía que toda la pesquisa policial no me interesaba. Toda la información por la que ellos fueron juzgados y ejecutados, no me importaba, porque en México no hay pena de muerte. No me interesaban mayormente las viudas, porque mis personajes iban a matar por la dinámica de ellos dos mismos. Me interesaban en cambio capitalmente los hijos de ella, por el precio que pagaba el amor de los dos. Empiezas mecánicamente a seleccionar información, y a inventar la que necesitas. Entonces, cuando tengo más o menos la estructura, elaboro una escaleta, que la mayor parte de las veces suele ser simplemente un listado. “Interior-Cafetería: el encuentro”. Con los títulos para que yo me acuerde qué va. Igualmente varía de un guión a otro, y de sus necesidades. En algunos he trabajado absolutamente sin escaleta. Y la mayoría de las veces la tengo pero no la consulto: la tengo por si me pierdo, pero no me ciño. Creo mucho en la escritura automática. Mis mejores secuencias han surgido sin estar previstas ni planeadas.

¿A qué llamás escritura automática?
Por ejemplo: cuando yo escribí La mujer del puerto, no estaba contemplado que se vieran los abortos. Y de repente, cuando me di cuenta, ya estaban ahí. De esa me acuerdo con sorpresa porque cuando terminé ese día de escribir, me pregunté de dónde había salido eso. Del inconsciente. De un loco que se te mete a veces adentro. Yo escribo normalmente con música…

¿Qué música?
Depende de la peli. Me pongo siempre la misma música para escribir cada una, todos los días la misma. Curiosamente no tiene nada que ver con el tema… Profundo carmesí la escribí con Ella Fitzgerald. Y ya para el final, cuando necesitaba que me diera un subidón, pasé a ópera, a Rigoletto.

¿Y El carnaval de Sodoma, la última?
Esa la escribí con una griega que se llama Eleni Karaindrou, la que hace la música de Theo Angelopoulos. Uso muchos soundtracks, mucha ópera. Cuando escribí Así es la vida, yo estaba siguiendo la estructura de la tragedia de Séneca, escena tras escena, y me estaba costando mucho. Yo sabía que quería usar un meteorólogo, porque es la metáfora perfecta de la previsión del futuro, pero me di cuenta de que el rango que tienes para hablar de meteorología es mínimo. Entonces pensé en esos horribles programas matutinos que son mitad noticiero y mitad variedades, y dije: ¡perfecto! Hay un trío, y el trío es el coro, como en la tragedia griega. El trío al cantar boleros me va a permitir entrar al interior del personaje a través de las letras. Así que me puse “Romances”, de Luis Miguel, y me puse a escribir cancioncitas de bolero. A partir de ahí ese disco me acompañó todo el resto de la película.

¿Y el género cuándo aparece? ¿Es inseparable de la primera idea de la historia?
Surge con la estructura, o un poquito antes, cuando sé qué quiero contar. Ahí aparece el tono.

¿Tenés una conciencia del género, o escribís sin pensar en eso?
A veces sí y a veces no. En Principio y fin yo tenía clarísimo que sería un melodrama, pero que en la secuencia final daría un paso hacia la tragedia. La tragedia siempre da miedo, incluso escribirla. Y tiene un “parti pris” anticinematográfico, porque sabes el final desde el principio. Te sientas y dices: a éste lo cagan. Ni siquiera está muy en juego cómo va a cumplirse la fatalidad. Más bien lo que nos fascina a los espectadores es la corroboración de las inexorables reglas de la tragedia misma. Pero claro: ahí estás luchando con cien años de espectadores cinematográficos, y con tu mismo instinto cinematográfico. El otro día yo estaba viendo El álamo, una película vieja donde aparecen los texanos buenos e independientes, y México como un villano traidor. De repente, viéndola es tal la mecánica, ¡que le vas a los gringos! Te tienes que cachetear y decirte: ¡despierta, pendeja! O ves El francotirador, y cuando le hacen la ruleta rusa a De Niro, aunque tu sepas que los gringos hijos de puta conquistan Vietnam, tú estás siempre en el papel del personaje. Por eso en la tragedia hay un deseo yo diría necesario de ir en contra del destino. La vieja lucha del hombre contra Dios, ¿no?

¿Ha perdido lugar el guión en los últimos años, con las experimentaciones en rodaje y el uso del digital?
Yo creo que es cada vez más importante en la medida en que, en los últimos años, con el creciente descrédito, justificado o no, de la narrativa tradicional —una historia contadita convencionalmente—, se está ensayando mucho con las formas de contar, con las estructuras. Y la estructura es el guión, por más que yo decida improvisar en el set. Qué voy a improvisar y con qué personajes, eso está pensado desde antes. Entonces yo creo que, aunque no en la forma tradicional, el guión está teniendo una revalorización.

¿En qué medida el guionista es el autor de la obra?
Total… hasta que el director dice “Acción”. (risas) En ese momento te secuestran a la criatura.

¿Y ahí que pasa por dentro del guionista?
En muchos, esos ataques de rabia que luego ves que dicen en el periódico: ¡el hijo de puta destrozó mi obra! Son sentimientos muy extraños. Yo voy al rodaje todos los días. Calculo llegar después del maquillaje y cuando ya están colocadas las luces, pero el sentido de ir es parir el niño en pedacitos. Cuando llegas al set, siempre hay un shock, porque por más que se parezca a lo que tú planeaste, por más que uno tenga comunión total no sólo con el director sino con el director de arte —a los primeros que yo me conquisto es a los directores de arte, ¡les digo que son guapísimos!—, si la puerta en lugar de estar acá está allá, ya no es el cuarto en donde entré yo cuando lo escribía. Nunca es. Porque entre lo que yo vi y lo que escribí hay una mediación, y entre lo que ví y la vida real hay muchas más. El segundo shock es entender que los actores no tienen mi voz. Porque uno mentalmente va diciéndose los diálogos, así que los personajes tienen mi voz y tienen mis pausas. Solucioné en parte este problema trabajando con actores que conozco bien y conozco su ritmo, entonces voy escribiendo ya con sus voces. Con una asistente de Rip tengo el juego de que ella lee el guión y me va diciendo para qué actor es cada personaje. Pero en el momento en que el director dice “Acción”, esa secuencia que uno había visto durante madrugadas y madrugadas se disuelve, como un espejo que se rompiera en mil pedacitos, y la única que subsiste ya es la de la película. Al menos en mi caso.

Igualmente tu relación con el director es bastante particular…
Claro, yo trabajo con un director con el que tengo mucha comunión. Probablemente mi discurso sería otro si yo al ver un guión mío en la pantalla no me reconociera. Rip y yo somos muy parecidos, en gustos, en maneras de pensar, en pequeñas fijaciones. Vamos paseando y los dos volteamos a ver la misma cara, porque es la misma cara la que nos llamó la atención.

¿Te molesta que te digan que tus guiones son muy “ripsteinianos”?
No me molesta: me sorprende. Me pasó una vez que otro director me propuso hacer algo con él y luego me dijo eso. Realmente me sorprende que gente del oficio disminuya tanto el trabajo del guionista como para creer que mi mirada puede cambiar como si fuera la de un amanuense, ¿no?

Lo piensan como una tarea técnica…
Claro. Pero yo pienso que lo que creas es la historia. Yo era fanática del cine de Ripstein mucho antes de trabajar con él, así que me gusta ser ripsteiniana ahora que estoy haciendo sus guiones.

Haciendo Cine Agosto 2008

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