domingo, 10 de junio de 2007

Susan Sontag

Yo era una chica moderna

Acaban de publicarse en español dos colecciones de ensayos en buena medida “últimos” de Susan Sontag, que permiten advertir el impacto del 11-S en una de las intelectuales más díscolas del Imperio.

Si bien transitó numerosos géneros “mayores” —novela, cuento, teatro, libro monográfico—, Susan Sontag continuó escribiendo artículos y publicándolos en medios cada vez más internacionales durante toda su vida. De hecho su reconocimiento público comienza con la recopilación que tituló Contra la interpretación y otros ensayos en 1966; y la mayor parte de su obra ensayística se compone de intervenciones más o menos breves, incluso cuando luego fueron incorporadas a libros más orgánicos.
No cabe duda de que muchas características del artículo se adecuan perfectamente a las suyas: su inteligencia fuertemente intuitiva; su erudición heterodoxa; su preocupación por la participación pública del intelectual; la conciencia del lector en su prosa; y sobre todo su enorme compromiso con el presente.
En el último trimestre aparecieron en español dos nuevas colecciones de ensayos. Cuestión de énfasis es la última que Sontag ordenó en vida, en 2001, tomando textos escritos durante las dos décadas anteriores para diarios, revistas, exposiciones, catálogos, o prologando libros ajenos. Al mismo tiempo estaba planeándola cuando el cáncer, que le habían detectado por primera vez en un pecho en 1975, la venció por fin con una leucemia en 2004; siguiendo indicaciones suyas, sus editores reunieron ensayos, conferencias y artículos políticos de los últimos tres años. Entre ambos libros hay un episodio fundamental que marca precisamente un cambio de “énfasis”: los atentados del 11 de septiembre.
Si puede arriesgarse una zona central de interés en los ensayos variados sobre literatura, cine, arte y otras experiencias culturales que Cuestión de énfasis reúne en tres secciones (“Lecturas”, “Miradas” y “Allí y aquí”), se trata probablemente de la configuración y transformaciones de la sensibilidad moderna, tal como se le presentan a una observadora para la que la indagación de lo estético a menudo ha prescindido de mayores articulaciones sociológicas o económicas. Sontag historiza y liga, pero se trata en general de la historia interna de las artes o de cruces instantáneos, siempre iluminadores pero sostenidos por su voz de autoridad.
Por formación y temperamento, Sontag fue muy poco posmoderna; y sin embargo, tal vez por eso mismo, no se le escaparon los cambios más recientes de la sensibilidad estética. A veces los observa con nostalgia, como cuando advierte que la radicalidad formal de las grandes obras del alto modernismo hoy resulta anticuada, “una conspiración esnob”; entonces mira el presente como “la espuria geografía cultural que se está instaurando a principios del siglo XXI”. Pero en otros momentos, particularmente en el notable ensayo que da título al libro, en el que intenta leer ciertas novelas de las últimas décadas en su diferencia con la novela del XIX, la fascinación de sus descubrimientos borra todo rastro de malestar. Y entiende que la literatura (tal vez las artes en general) ha ido desprendiéndose de su pretensión de separarse de manera tajante de la realidad (aunque fuera para representarla), que antaño fundaban su valor y su autoridad. En otra circunstancia histórica, tal vez Sontag hubiera seguido preguntándose por el lugar social actual del escritor en esta dirección, distinta de la que finalmente tomó. Pero este ensayo se publicó en junio de 2001; septiembre vino a cambiar el tono.
La coacción ideológica que produjo el ánimo norteamericano en los meses siguientes al 11-S se ve muy clara al leer al hilo los tres artículos que le dedicó Sontag, incluidos en Al mismo tiempo. El primero, que escribe todavía en Berlín pocos días después, es sin duda el más crítico de la política exterior norteamericana y de la retórica patriotera de los funcionarios y los medios. Cuando vuelve a Nueva York —donde vive desde hace décadas—, le llueven reproches feroces de antiamericanismo, que cuenta en el segundo texto, mucho más defensivo, publicado “unas semanas después”. La impresión es que intenta apaciguar la irritación del lector, establecer las condiciones mínimas de un diálogo para luego presentar sus críticas. Habría que preguntarse si no entrega demasiado: “No pongo en duda que hay un enemigo despiadado, abominable, que se opone a casi todo lo que valoro”, acaba por escribir en el tercero, cuando está por cumplirse un año.
En este contexto, mientras pronuncia conferencias alrededor del mundo y recibe premios que destacan su compromiso cívico (el Premio Jerusalem o el Príncipe de Asturias), Sontag intensifica su preocupación por las obligaciones morales del escritor, “la acción justa”, la encrucijada entre verdad y justicia. Los textos de Al mismo tiempo están cruzados por la urgencia de un futuro que se escapa, fuera por la vía de la desaparición propia o de la degradación del mundo (sentimientos a menudo difíciles de discernir). La manera que encontró Sontag, en esta última etapa de alta exposición pública, de articular los deberes políticos del escritor con su vocación de trabajar en soledad con el lenguaje —una polémica que atraviesa el siglo XX—, fue asignarle a la literatura, per se, virtudes universales: fomenta la tolerancia, favorece nuestra capacidad para el razonamiento moral. Y si bien advierte, en la línea de las observaciones sobre la novela contemporánea que comentábamos antes, que el presente parece “volver obsoleta la tarea profética y crítica, incluso subversiva, del novelista, que consiste en profundizar y a veces, si hace falta, oponerse al común entendimiento de nuestro destino”, elige cerrar (definitivamente) su obra con un reclamo nostálgico: “Larga vida a la tarea del novelista”.

Inrockuptibles | Junio 2007

martes, 5 de junio de 2007

ANA KATZ

La pesadilla del amor
Con el mismo patetismo ligero, con el humor atenuado, con más sutileza, y con un guión, una puesta y una cámara mucho más hábiles, la directora de El juego de la silla sigue intentando eso que al cine le cuesta tanto: develar los dobleces de una personalidad.

Ana Katz acaba de filmar una de las miradas más deprimentes sobre la familia que se haya permitido el cine argentino último, tal vez sólo equiparable a La ciénaga o Géminis, y quizás, en algún sentido, finalmente más triste que El juego de la silla, su ópera prima. Pero lo impresionante de Una novia errante es su tono ligero, fluido, patético y cómico de la primera a la última escena: no intenta demostrar nada, y en eso reside sin duda su efectividad. La película no “habla” sobre la familia. Tampoco es, rigurosamente, una película sobre el amor; ni siquiera sobre el fin del amor. ¿Es la hermana playera de Silvia Prieto? ¿o la versión saturada de palabras del tema del vacío que el NCA abundó de laconismo? ¿y si fuera una ilustración allà Woody Allen del concepto freudiano del “superyó”?

¿Por dónde empezó la película?
Creo que hubo dos puntos de partida. Por un lado tenía muchas ganas de contar a una mujer cercana al abismo amoroso, en un momento de extrema turbulencia. Y paralelamente estaba —en realidad todavía estoy— esperando para filmar Bienestar, que es un proyecto que empecé a escribir antes que Una novia errante pero por ser más complejo de producir se viene demorando. Entonces me surgió la necesidad de trabajar en un proyecto esquivando los obstáculos de la producción cinematográfica, que a veces entorpecen un poco el proceso creativo, sobre todo en la fase del guión. La mirada, con suerte, va cambiando, y los tiempos suelen alargarse tanto que si uno no está lo suficientemente lúcido como para adaptarse, a la hora de filmar te acercás a un material viejo. Para que eso no suceda uno se pone a trabajar el guión constantemente durante los años que haya que esperar. Lo supervisa con dos, tres, cinco profesionales… y eso a veces tampoco es bueno. Tenía ganas de desarrollar un proyecto de una manera más impulsiva.

¿Qué te permitió hacerlo así en este caso?
Lo planteé desde el principio en HD, para filmar en Mar de las Pampas en cuatro semanas con un equipo reducido, de una manera muy concentrada. Además combinaba muy bien con esta película, porque la historia tenía algo íntimo que requería de un equipo de pocas personas muy comprometidas. Con la idea que yo tenía convoqué a Inés Bortagaray, una escritora uruguaya, y comenzamos con el proceso de escritura, que duró un año. Y que consistió básicamente en mails constantes a la distancia, y cada veinte días un viaje en el que hacíamos sesiones intensas de tiempo compartido, hablando por momentos del guión y por momentos de cosas que a la larga derivaban en el guión.

¿Qué cosas, por ejemplo?
Nos interesaba mucho buscar en la intimidad de un acto, algo muy difícil porque es una zona que se disimula mucho: incluso uno se la disimula a sí mismo. Lo que más nos interesaba era quitarle el velo a estas escenas en general escondidas. Para eso hablábamos de anécdotas, de nosotras, observábamos, leíamos cosas, veíamos películas… Desde el comienzo yo tenía la idea de hacer una película sobre la intimidad del amor. Y sobre la pesadilla del amor, que es algo interno: dos personas pueden estar abrazándose en una situación “amorosa” consumada, y sin embargo una de ellas puede estar hundida en el terror de que algo corte esa escena… y se descubra el velo. No tiene que ver con lo real: es una fantasía. Y como venía pensando en esta cosa onírica, me acordé mucho de Caperucita Roja. Caperucita Roja es un cuento moral, que intentaba decirles a las chicas que no hablen con extraños, que no salgan del ámbito familiar. Y yo creo que la película tiene que ver con la ajenidad, con lo desconocido…

La oposición entre lo familiar y lo ajeno aparecía también en El juego de la silla. ¿En esa relación está tal vez la clave de tu humor?
Puede ser… en realidad te confieso que todavía no sé si la película causa gracia. La vi pocas veces con gente: en San Sebastián se rieron algunas veces y otras no, y me decían que les parecía más atenuado el humor que en El juego de la silla. Yo entiendo por qué puede ser graciosa, pero no es algo de lo que me ocupo técnicamente: “acá quiero generar risa…”. Sí me interesa trabajar con humor, pero no sé si es un humor de reirse o más de… desconfiar. Creo que está relacionado con que uno, como espectador, siente el pudor que Inés no siente. Inés decide no resignarse… tiene algo de heroína dramática: “yo voy a llamar…” y agarra por enésima vez el teléfono. Así sea que llama porque está aburrida: hay momentos en que ni siquiera se sabe si está tan enamorada. Es como que lleva adelante una bandera, como si casi se enorgulleciera de haber sido abandonada. Eso causa gracia porque las personas en general intentamos no quedar expuestas. Inés está expuesta constantemente…

¿Tiene que ver con el “velo” del que hablabas antes?
Son escenas donde aparece la verdad, que es lo que en general socialmente no se expone: es un bochorno que se vea. Una persona que llama tantas veces seguidas es raro que lo cuente. Por eso quise que la cámara evitara tomarla de frente, en un momento en que el personaje se está exponiendo tanto: no ayudar a exhibir esa yaga. Me parecía que estaba bueno que la cámara fuera más templada, o más fría que el personaje.

Inés va de humillación en humillación. Parecería que lo hace a propósito, como si estuviera expiando algo…
Yo creo que hay algo de expiación, sí… Hay algo que es cierto: yo no quería hacer un melodrama. A la figura del enamorado al extremo yo le desconfío un poco. En el punto de vista de Inés hay mucha injusticia, mucho egoísmo. ¡No escucha! Hay un contestador que le dice: “No estoy”. Creo que es bastante claro. Y una persona que no escucha, ¿de qué está enamorada…? ¿de un fantasma, no?

Una novia errante es una comedia hacia fuera, pero hacia adentro es un drama. Los personajes se ríen poco…
Sí. Yo creo que uno percibe lo que a ella le pasa, pero no lo vive de la misma manera. Eso es algo mío. Cuando hay un exceso de dramatismo o de solemnidad, de hecho me tiento. Yo no podría contar un dramón con forma de dramón. Esa forma narrativa con llanto y gritos en primer plano me parece insostenible. Tampoco me gustaría que pareciera que ella no vive angustiosamente lo que le pasa, o que yo, como mirada, pienso que es una idiota. Aunque está jugado en un tono pesadillesco, me parece que el sentimiento de Inés es súper identificable. Es necesaria una mediación para acercarse al drama, que en mi caso pasa por el humor. Y además me parece muy peligroso tomarse demasiado en serio.

¿Peligroso para quién?
Para el ser humano. Pero también para el director, sin que eso implique no ser verdadero. Lo que se suele llamar “patético” es un momento de verdad que me parece fundamental. Es lo que todo el tiempo se intenta disimular. Creo que en general, en la vida, es algo que pasa. A mí me pasa: siento como una excesiva sobriedad. Hay mucho ridículo no reconocido. Todo el tiempo tengo la sensación de que hay algo medio falso. Mis personajes intentan disimular y lo hacen mal, pero en algún punto son bastante transparentes. No son buenos mentirosos. Yo estoy como con ganas de una época un poco más punk…