jueves, 5 de octubre de 2006

Chuck Palahniuk

Fantasmas
(Mondadori)

Hasta mediados de 2005, 67 personas habían vomitado durante las lecturas públicas que Chuck Palahniuk estuvo haciendo a lo largo y ancho de Estados Unidos, particularmente cuando el autor leía el relato “Tripas”, ahora incluido en Fantasmas. Desconozco la cifra actual, pero la circulación del dato no es azarosa: la prosa de Palahniuk invierte todos sus recursos en producir algo en el lector, como esas “historias que se pueden usar para hacer que la gente se ría o llore o vomite o tenga miedo”, de las que habla hacia el final.
Fantasmas es una novela estructurada como un tríptico que se repite. Cuatro cinco páginas para la trama de la colonia de escritores, donde los personajes se recluyen para abocarse a la obra maestra que los hará ricos y famosos, progresivamente sumergida en la escasez y la violencia; enseguida dos páginas para un poema sobre alguno de los personajes, apodados “San Destripado” o “Chef Asesino”; finalmente entre diez y quince para un relato del personaje recién retratado; luego otra vez la colonia de escritores, y así.
Entre las muchas cosas que proliferan a lo largo del libro —de una insistencia casi militante—, sobresalen los desafíos de intensidad: masturbarse de la forma más salvaje, llevar la moda hasta su absurdo, el placer hasta lo patológico, la ambición hasta el crimen. Curiosamente, casi todos los protagonistas acaban muertos, como si se tratara de la versión perversa de los récords Guiness, reverso autodestructivo del ideal de superación tan acorde al alma norteamericana (por el lado de la autoayuda o el “hágalo usted mismo”). Fantasmas podría ser una novela sobre el aburrimiento de los ricos cuando la mercancía ha abolido toda experiencia, como lo era también El club de la pelea (que dio fama a Palahniuk cuando se adaptó al cine); en cualquier caso, una novela gritona, que huele a espíritu adolescente. Y cuya misantropía púber —“Nuestro placer más puro viene del dolor de la gente que envidiamos” o “Cada uno es su propia víctima”— se diluye en la exhibición constante de saberes de pertenencia.

442 páginas


Inrockuptibles Octubre 2006

Pablo Trapero

La cuna y la tumba

Antes que nada, Nacido y criado es un dramón truculento, cuya anécdota daría pavor aún comentada en un café entre una sugerencia gastronómica y la descripción de una picazón en la espalda. A eso se suma la música omnipresente y un montaje que intensifica los quiebres, de manera que aunque uno le interponga una decena de disquisiciones estéticas, difícilmente logre contener la identificación y no salir destrozado.
Pero si dar sentido al drama es la responsabilidad ética por excelencia —como ha escrito Oliverio Coelho—, la tarea del espectador no resulta tan sencilla. Al igual que Santiago (Guillermo Pfening), que no puede procesar la tragedia que ocurrió a su familia, toca al espectador asignar valor al azar del accidente; entonces aparecen los interrogantes.
En principio la película opone dos mundos, unidos por la blancura: la decoración minimalista de su departamento en un barrio cheto porteño y la nieve que aplana el paisaje del pueblo patagónico donde se refugia después del choque. Santiago es decorador de interiores; su trabajo consiste diseñar los ambientes confortables que permiten a los ricos sentir el universo a su medida. Artefactos de todo tipo (del inodoro a la cafetera eléctrica) intermedian en la satisfacción rápida de sus necesidades. Además Santiago es jefe en el trabajo y en el hogar, delegando en empleados (la chica que pinta o la mucama que viste a su hija) toda tarea manual. Sin embargo, la reflexión de Trapero parece menos social que metafísica: esa distancia con lo real que dispone cierta vida urbana, eliminando todo esfuerzo, no serían más que estrategias para ocultar la muerte. En el hospital —cuenta después Santiago— nadie podía nombrarla; en cambio junto a la montaña, donde sus habitantes negocian diariamente con la intemperie y el frío, y el cuerpo es un instrumento frágil para el que el mundo se revela hostil, morir es casi tan cotidiano como procurarse calor y alimento, aunque por supuesto mucho más triste.
Esta oposición, sin duda idealizada, es evidente en otra escena: en el bar donde los vecinos se anestesian mayormente con vino tinto, un obrero al que llaman Cacique (Tomás Lipán) mastica hojas de coca, mientras que Santiago y su amigo Rober (Federico Esquerro) inhalan cocaína. “A mí dejame con el verde de la naturaleza”, dice el Cacique cuando ellos le ofrecen. Como las paredes del departamento, el blanco artificial de la cocaína marca el alejamiento de la realidad.
Santiago se somete a todos los rigores, principalmente el trabajo físico, para expiar la desconexión de su nacimiento y crianza. Su sentimiento de culpa más insoportable es éste, y no la distracción que lo precipita en la ruta.


Haciendo Cine Octubre 2006