martes, 5 de diciembre de 2006

Arturo Ripstein

“La realidad es una hija de puta, entonces uno dice: yo voy a filmarle en contra”

Es uno de los grandes directores del siglo, y aunque pertenece a la generación que trató de convertir el cine en un fusil, él se siente un “encantador de serpientes”. Mientras esperamos El carnaval de Sodoma (todavía inédita), Arturo Ripstein nos explicó qué puede hacer el cine con la realidad.

En un reportaje dijiste que filmás porque las cosas te dan miedo y como una revancha contra la realidad…
Me da miedo lo que a todo el mundo: te enfrentas con algo que está fuera de tu control o de tu comprensión, que es mayor que tú y amenazador, y te da miedo. Es muy elemental. Entonces una serie de personajes o situaciones que manejo en las películas vienen del miedo de encontrarlas en la realidad: qué miedo alguien que insulta a otro, o que es violento. Muchas cosas que filmo son sencillamente aterradoras, como una pesadilla, entonces los filmo en esos términos. Es un estímulo el miedo… y no creas que filmar me lo saca: me lo afirma, pero al menos ya sé que es real. No se trata de un exorcismo ni de un análisis lacaniano, simplemente me gusta contar esas historias porque lo que da miedo es el portal de lo desconocido, y lo desconocido siempre es fascinante. Y por otro lado la realidad es atroz… es confusa, no es tangible, es muy extraña. Es terrible por estas razones y por las circunstancias que la determinan: las personas y las situaciones y lo que está pasando, y uno que opina pero como es más poderoso que tú tienes que estar de acuerdo… uno se está traicionando todo el tiempo, o poniendo una cara que no necesariamente es la tuya, sino con la que quieres que te vean, que te acepten, que te quieran… La realidad es una hija de puta, entonces uno dice: yo voy a filmarle en contra. Y voy a tener una realidad mía como un globito que sea como yo quiero. La realidad siempre te está degradando; pues vamos a filmar para que eso no ocurra.

Pero tus películas no presentan un mundo más fácil o placentero de vivir, sino todo lo contrario.
No, claro, pero lo hice yo, y lo determiné yo. Durante esa hora y cincuenta, yo era Dios. Soy yo el que decía cómo era, y eso es infinitamente más satisfactorio porque conozco el principio y conozco el final. Eso es lo que lo separa de la realidad, donde no hay final y difícilmente hay principio.

Siendo un cineasta latinoamericano que vivió los convulsionados años ’60 y ‘70, ¿qué tipo de relaciones imaginaste entre tu cine y la realidad? ¿pensaste que podía reflejarla, transformarla…?
No, ni una ni otra. Las dos tendrían una utilidad, y lo mío no tiene ninguna: es nada más un objeto que se le añade, es una cosa más puesta en la realidad. Mi trabajo no ha pretendido nunca ser ni antropológica, ni sociológica, ni políticamente válido, sino nada más mirar una serie de cosas que a mí me gustaban o me inquietaban o me parecían importantes. Cuando mis amigos y compañeros de generación me decían que había que utilizar la cámara como fusil, yo me preguntaba: ¿y cuál de ustedes lo ha hecho? ¡Si no disparan más que salvas! No había ni siquiera acercamiento entre mis amigos los cineastas comprometidos y el pueblo. Yo conversaba alguna vez con Glauber Rocha, que era mi amigo aunque no estábamos de acuerdo en nada —lo cual es una buena forma de ser amigo—, y él me decía que Dios y el diablo en la tierra del sol era una película dirigida al pueblo: ¡el pueblo no la vio nunca! En Brasil, cuando Rocha hizo esa película, el pueblo iba a ver lo que se llamaban “chanchadas”: un poquito de tetas y un poquito de nalgas y coches de lujo y departamentos a los que no se podía acceder. Cuando Solanas hizo La hora de los hornos y se metía a las fábricas a obligar a los obreros a verla, yo no sé cuántos se dormirían. Que haya incidido en algo por medio del convencimiento político, no estoy seguro en absoluto de que haya ocurrido. No hay una sola película que haya curado un catarro, ¿por qué pensar que puede transformar el mundo? Es muy difícil. Los Beatles cambiaron el mundo y sin embargo nunca dijeron que había que hacerlo. Se paraban y decían: “She loves you yeah yeah yeah” y todo el mundo se volvía loco.

También dijiste que antes sentías que tenías que desmitificar, pero que ahora preferías ser un encantador de serpientes.
Es que era una de esas caras hipócritas que uno ponía para estar a tono con los tiempos. Vivimos en un mundo donde se nos ha impedido ver la cruda realidad: había que quietarle el aura de encanto a las cosas para que se encontrara los socialmente útil. Lo decía todo el mundo, y la presión de tus pares existe. Había que desnudar a las cosas y tener una noción brechtiana. Y de pronto te das cuenta de que la verdadera opción de la felicidad en el cine es que te encanten. Y que Brecht, a fin de cuentas, lo que hacía era encantar. Brecht, el desnudador de los mitos, era el más mítico de los autores, y así tantos otros. Ahora lo que quiero es exactamente lo contrario: que brinques del plano de que es una película y te metas en un mundito. Cuando yo era pequeñito e iba al cine con mi papá y mi mamá, y había que uno se subía en una alfombra y gritaba “Ara chiva” y la chingadera volaba, no había nada mejor. Lo que he intentado en cada una de mis últimas películas es que te puedas subir a la alfombra y gritar “Ara chiva” y que te lleve por los techos de Bagdad… pero no la de ahora, sino la del cuento.


Haciendo Cine Diciembre 2006

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